miércoles, septiembre 07, 2005

El Huracán Katrina: la disolución de la Historia y la miserabilidad de nuestras vidas

Hay ocasiones en que la ficción parece verse ampliamente superada por la realidad. Como si de una novela de ciencia ficción o una de esas películas catastrofistas tan del gusto de la industria de Hollywood se tratase, el huracán Katrina ha puesto patas arriba a los Estados Unidos. Los muertos se cuentan por miles y son varios centenares de miles los que han perdido sus casas y todas sus posesiones materiales. El Imperio más poderoso de la Historia se muestra desvalido ante un desastre de tales proporciones y arrecian las críticas por la lentitud e ineficacia de la reacción estatal. Las interpretaciones y análisis del suceso y sus consecuencias tampoco tardan en llegar. Desde la izquierda, son numerosos los que han alzado su voz, pero, por desgracia, los argumentos utilizados son los mismos vacuos argumentos escuchados tras otros desastres similares[1]. La falta de profundidad del pensamiento crítico nos deja huérfanos, inermes ante la enorme maquinaria propagandística del sistema. Lejos de servir para desarrollar una crítica certera, profunda, que apunte directamente al corazón de la Bestia, la realidad es que todos los análisis se quedan en lo más obvio, cuando no en lo anecdótico. Sin ánimo de querer sentar cátedra, ni creerme en posesión de la única verdad, creo que se pueden sacar conclusiones diferentes de las que se nos presentarán, que ahonden en la miseria de nuestras vidas y, por eso mismo, sean mucho más desalentadoras, aunque también necesarias si realmente queremos cambiar las cosas.

El huracán Katrina ha vuelto a dar argumentos a los ecologistas para hablar del cambio climático, de sus terribles consecuencias y de la necesidad de poner solución a este problema. Para los ecologistas, no hay duda que existe una correlación directa entre el incremento de la contaminación del planeta y el mayor número –al menos aparentemente- de desastres naturales. Siguiendo este discurso, el Katrina se podría explicar como una revancha de la naturaleza, que nos habría devuelto la pelota de la violencia a la que constantemente se ve sometida por el sistema capitalista y lo habría hecho, además, en el corazón del sistema, en el país que más contamina, que más desprecio muestra por la Naturaleza, por todo aquello, en suma, que no sea la productividad económica[2]. Sin negar que un análisis de este tipo pueda tener una buena parte de verdad –mucha, seguramente-, lo cierto es que no se puede calificar sino de simplista y corto de miras.

Los ecologistas, como eternos aspirantes a conquistar cualquier parcela de gestión que pueda cederles el Estado, se erigen –posiblemente a su pesar- en garantes y salvaguardas del mismo sistema que dicen combatir. El ecologista se convierte en vanguardia moral del capitalismo y no duda en afirmar que hay que reformar el sistema, adaptarlo a premisas diferentes para evitar catástrofes como ésta. Si se hace caso a los ecologistas podremos vivir en un mundo en el que la naturaleza será respetada y ella nos respetará a nosotros. Un capitalismo verde, un capitalismo con rostro humano es lo que proponen; una reformulación del sistema que deje intactas sus bases, limitándonos a cambiar su desarrollo, a guiarlo por la recta senda del ecologismo. Cambiarlo todo para que todo siga igual. Es la utopía posindustrial de Marcuse, que pretende ver en aquello que nos esclaviza y nos destruye comos seres humanos -en la artificialización de la vida-, un resquicio para la liberación. Racionalicemos el sistema –nos dicen- y podremos disfrutar de las ventajas de éste sin sufrir las calamidades que asolan el mundo. La libertad del ser humano –y de la naturaleza- pasaría por su pacificación, por su liberación de la “productividad destructora”[3]. Pero el sistema es (i)rracional en esencia, pues, al negar el devenir histórico, esto es, la propia capacidad de la comunidad humana para decidir por sí misma, niega la propia posibilidad de su reforma. La capacidad del sistema de neutralizar cada reforma y fagocitar cualquier esperanza en ese sentido es algo que deberíamos haber aprendido de la Historia. La esencia totalitaria de la realidad se impone a cualquier tentativa en ese sentido. Lo único que podemos hacer es tratar de retomar las riendas de nuestras propias vidas, volver a ser humanos, si aquello fuese posible.

Así pues, el hecho que no pueden o no quieren comprender los ecologistas es que la cuestión a debatir no es la catástrofe en sí y sus consecuencias espectaculares, sino lo que ésta y otras catástrofes similares dejan entrever de lo monstruoso del mundo en que vivimos, de la cosificación de la naturaleza y el ser humano. La sumisión de la vida –humana o no humana- a la (i)lógica del sistema es la que posibilita escenas como las de New Orleans. Estamos indefensos ante cualquier accidente, catástrofe o desastre porque no tenemos capacidad de control sobre nuestras propias vidas. El ser humano ya no conduce la Historia, sino que se deja conducir por ella, como ya puso de manifiesto Walter Benjamin: “Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo <<actual>>[4]. ¿Qué significa esto? Que estamos –a pesar de que creamos lo contrario- más desvalidos que nunca antes en la Historia de la Humanidad, pues todo aquello que pensamos que nos aporta seguridad no es más que un castillo de arena. La tecnología nos libera, sí. Nos libera de nosotros mismos y del resto de la Humanidad, nos libera de tener que pensar por nosotros mismos, nos libera de tener que ejercer nuestra propia Libertad. Nos transforma en máquinas, en suma. Las consecuencias de esta pérdida de control humano de la Historia las vivimos cada día, pero es en estas catástrofes espectaculares cuando se pueden apreciar de forma más clara. Cegados por el brillo de la utopía tecnológica hemos cedido la totalidad de nuestras vidas a sus ordenanzas y ya hace mucho que se demostró que esa utopía no tenía nada de libertadora, sino que es profundamente totalitaria, pero, a pesar de todo, sigue gobernando nuestras vidas, hasta tal punto ha llegado a someternos que somos incapaces no ya de liberarnos, sino incluso de ver las consecuencias de su dominio y tratar de ponerle remedio.

La imagen de las autopistas colapsadas por cientos de miles de personas que trataban de huir de una ciudad que amenazaba con convertirse en un gigantesco cementerio –como así ha sucedido- debería hacernos reflexionar sobre las condiciones de nuestra vida en las megalópolis. Es el engaño consumado de la vida moderna. Lejos de proporcionarnos una vida mejor, las grandes ciudades modernas nos matan poco a poco, cuando no rápidamente como en este caso. Las construcciones de los suburbios de New Orleans se han derrumbado como castillos de naipes ante el paso del huracán. ¿Alguien espera que las ratoneras en las que estamos acostumbrados a vivir puedan resistir un huracán si casi debemos dar las gracias porque no se vengan abajo cuando damos un portazo? La precariedad de nuestras viviendas no es más que un reflejo de la precariedad de nuestras vidas. La historia del urbanismo es la historia del triunfo del totalitarismo y la irracionalidad más absurda. En la Antigüedad, los íberos, habitantes de la costa mediterránea, que es anualmente azotada por las inundaciones derivadas de la “gota fría”, construían sus poblados en colinas situadas estratégicamente cerca de los ríos, pero fuera del margen de acción de las crecidas. Hoy día, en esos mismos lugares, las grandes ciudades han crecido ocupando las ramblas, las rieras, lo que provoca que todos los años las televisiones nos bombardeen con imágenes de inundaciones, coches flotando a la deriva y familias desalojadas. ¿Cabe más estupidez? Lejos de traernos una vida mejor, en su desprecio por la Historia y la Naturaleza, por otra cosa que no sea su propia (i)rracionalidad, el capitalismo nos condena a una muerte lenta en vida o a una más rápida en una accidente o desastre, según el caso. La experiencia –la Historia y la Memoria- no sirven de nada para el capitalismo, para él sólo existe la rentabilidad y la productividad, aunque éstas se tengan que construir sobre cadáveres. ¿No sería más fácil aprender de la Historia? No. Debemos construir más y más rápido, incluso allí donde las condiciones no son adecuadas. No nos preocupemos por lo que pueda pasar, las consecuencias están muy lejanas. Pero las consecuencias llegan, como han llegado a New Orlans, una ciudad de medio millón de habitantes construida sobre un terreno pantanoso, a varios metros bajo el nivel del mar. Un gigantesco cementerio a la espera de ser rellenado. Sentimos que estamos por encima de la Historia, que estamos por encima del medio natural. Nos creemos dioses. Hemos superado las barreras de la Naturaleza, las barreras de la Historia y regresado a la era de los Titanes. Sin embargo no es mas que una ilusión. No somos titanes, no hemos superado la Historia, aunque así lo creamos.

Y, ¿qué decir de las imágenes de la gente saqueando los comercios? Algunos nostálgicos lo querrán ver como un resurgir de la lucha de clases, como un acto de justicia social. ¡Ilusos! ¡Ciegos! No es más que otro reflejo de la miseria de nuestras vidas, es el Homo homini lupus est en su máxima expresión. Mientras miles de personas han muerto y otras miles tratan de sobrevivir a duras penas, muchos se lanzan a las calles a a conseguir, por la vía rápida, su parte del pastel en forma de televisiones, reproductores de DVD y videojuegos[5]. Ávidos por acaparar, por consumir incluso cuando están muriendo. Esto no es una revuelta política contra el poder estatal, no es un motín de hambrientos como a algunos les gustaría pensar. Es una razzia. Es violencia nihilista que sólo sirve para justificar la política suicida que nos gobierna[6]. Lejos de buscar una organización, una solidaridad que sirva para reconstruir sobre otras bases lo destruido, al margen de lo estatal, al margen de todo aquello que ha provocado el desastre, los supervivientes se dedican a contribuir aún más a la irracionalidad, a hacerle el juego al Capitalismo y recrear, para solaz de los medios de información, la lucha del hombre contra el hombre, la barbarie que –nos dirán- debe parar, cuando no es más que el reflejo de lo que cotidianamente vemos y sufrimos. En nuestra deseperación nos hundimos más y más, sin apenas darnos cuenta.

New Orleans se reconstruirá. El gobierno de los Estados Unidos, las empresas energéticas, las constructoras, las tecnológicas, los bancos, la inmensa maquinaria del capitalismo, en suma, pondrá en juego todo su potencial para que una nueva ciudad más esplendorosa, más segura, con más autopistas, más tecnología, más racional y menos humana surja de entre las aguas. El Katrina sólo servirá para atarnos más a lo (i)rracional. Nada se aprenderá, somos incapaces de sacar una sóla lección de la Historia, porque ya no vivimos en ella. Tan sólo se recordará el eco de una lejana desgracia, un murmullo en el océano de la catástrofe cotidiana que nos sumerge y ahoga. Otra más, hasta la siguiente catástrofe. Tiempo cíclico, tiempo mítico. Fin de la Historia. Fin de la Humanidad.



[1] Un ejemplo muy ilustrativo se puede encontrar en la sección especial de la revista digital Rebelión dedicada al desastre del Katrina: http://www.rebelion.org/mostrar.php?tipo=1&id=175

[2] Stephen Leahy: “Katrina es sólo una muestra del cambio climático”, http://www.rebelion.org/noticia.php?id=19678

[3] Herbert Marcuse: El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada, Ariel, barcelona, 2001, pp. 264 y ss.

[4] Walter Benjamin: “Experiencia y pobreza”, Discursos interrumpidos I, Taurus, Madrid, 1987, p. 173

[5] No todos, es cierto, muchos de los “saqueadores” acuden en busca de comida y de aquello que necesitan para sobrevivir y que les ha sido enajenado por el huracán y, antes que por él, por el sistema, pero, desgraciadamente, éstos son los menos.

[6] Sobre este tipo de “estallidos de violencia” ya puso el dedo en la llaga Jaime Semprún al hablar de las revueltas de los ghettos en Francia en su libro: El abismo se repuebla, Precipité, Madrid, 2002, p. 76