Los malos tiempos arderán
Consideraciones sobre los recientes acontecimientos de Francia, y el brillante porvenir del que son heraldos.
I. Lo que vamos a decir lo decimos sin ninguna ilusión ni tampoco esperanza, ni sobre su utilidad ni sobre la verdad última de nuestros argumentos. Estamos demasiado lejos de los acontecimientos, tanto física como temporalmente, demasiado lejos, demasiado tarde, como para pretender tener ninguna influencia sobre ellos. Estamos lejos, además, de su propia negación, pues a pesar de que efectivamente compartimos una miseria análoga que se debe a las mismas causas, no es sin embargo igual, ni tiene su misma intensidad. Pero nos animan al menos dos deseos: contribuir, junto con los propios actos y a la luz de los mismos, al esclarecimiento del mundo en el que sobrevivimos, y salir en su defensa, allí donde su acción por muchas razones ejemplar merece ser defendida, contra todas las calumnias y mentiras que se han levantado y se levantarán por los enemigos de afuera y los de adentro, y no porque los insurrectos de Francia necesiten esa defensa, sino porque la necesitamos nosotros, los otros proletarios de tez “blanca” y conciencia desteñida, para desenmarañar el tejido de ficciones que nos encadena paralizando nuestra propia ira y nuestra propia revuelta. No pretendemos tampoco idealizar ni glorificar nada, porque nada debe ser ensalzado en el terreno de la guerra social. Tan mísera es nuestra condición, que el más mínimo triunfalismo es otro clavo más sobre el ataúd material y virtual que nos encierra en la vida diferida. Pero por eso mismo, deseamos seguir permaneciendo a la escucha de cualquier signo que venga de cualquier parte manifestando que ese estado catatónico empieza a romperse. Incluso aun cuando después, aparentemente, el silencio vuelva a reinar en Europa: especialmente en este último caso.
II. Los barrios periféricos de los centros urbanos y económicos franceses han sido los protagonistas de una revuelta que ha puesto en cuestión la razón y la legitimidad de los estamentos y la oligarquía europea. La periferia convertida en lugar de almacenaje, no sólo de mercancías ruinosas sino de seres humanos no menos averiados, ha rebasado la mera condición separada de problema urbanístico. Los revoltosos, con la quema de edificios y coches, expresan lo que es ya un hecho indudable: su imposibilidad de gestionar su propia vida y de controlar su destino, porque su vida se desarrolla en la periferia de todo. La violencia de los revoltosos, de aquellos que juegan al escondite con las fuerzas del orden y cuyo signo distintivo es su rostro cubierto bajo las capuchas, demostró contra qué o quienes se dirigía su rechazo. Tras los ataques contra la policía (que presenció cómo las paredes comenzaban a hablar bajo la frase de “policía de mierda”) rápidamente se dio paso a la destrucción de todo aquello que los situaba, inexorablemente, frente a su realidad como grupo social. Es por esta razón por la que los sociólogos no debieran necesitar mayor investigación que la observación de los restos de la violencia y su resultado. El paisaje de guerra del que tanto hablan los medios no es otra cosa que el programa de la revuelta y las exigencias de los protagonistas, que parecen absurdos e incomprensibles sólo al que se niega a comprender, o ha comprendido demasiado bien (hasta el lavado de cerebro o el colaboracionismo) los razonamientos del poder. Basta con oír a estos chicos que supuestamente no saben ni pensar ni hablar. Así se expresan, por ejemplo, tres jóvenes del barrio 112 de Aubervilliers: “es una desgracia pero no tenemos elección, estamos dispuestos a sacrificarlo todo porque no tenemos nada (…) si un día nos organizamos, tendremos granadas, explosivos, Kaláshnikovs…nos daremos cita en
III. Supermercados y centros comerciales no son sino los indicadores de la opresión económica y la falta de expectativas por acceder a las cuotas de bienestar anunciadas por republicanos y socialistas. Ante su presencia obscena estalla la constatación diaria de la escasez, del inalcanzable estado de cobertura de necesidades básicas para familias de cinco o seis miembros y un solo sueldo, de tal forma que, ante esta verdad inocultable que se vive radicalmente, la propaganda economicista se declara en quiebra y se hunde cualquier ilusión posibilista de lograr “una vida normal” que ya no existe ni existirá para nadie, igual que no se encuentran alimentos sanos o agua pura. Así, la destrucción de los grandes complejos comerciales y de consumo se transforma en la ética y la estética del rechazo, ya que niega el confort anunciado y, más aún, niega todo un modelo de vida falsificada. Por eso el pueblo francés, bajo un supuesto proyecto y destino común, se levantó el día 27 de octubre con los monstruos que crearon treinta años de políticas de exclusión social, política y económica. En este sentido, la democracia francesa (y el resto de democracias con ella) no está en crisis sino que ha sido negada de facto y por la fuerza de la violencia, y no por la violencia juvenil precisamente, sino por la que se ejerce en su nombre y bajo su coartada todos los días, en todas las dimensiones de la vida, y prácticamente sobre casi toda la población. Sólo cuando tal violencia es devuelta por el espejo de la contestación social, es cuando preocupa al poder y por tanto a la opinión pública. Cuando Sarkozy dice que “por supuesto que hay miseria, racismo, desempleo…pero nada puede justificar la violencia gratuita”, es que para el aprendiz de Thiers, sus congéneres y todos aquellos que todavía le creen, cualquier violencia que se levante contra el racismo, la pobreza, etc, etc…es y será siempre gratuita. Porque el escándalo no lo provoca el espectáculo de la pobreza, sino el estallido de los que la sufren, que inmediatamente se intenta pasar por espectacular para así desacreditarla hasta ante sus posibles cómplices. De esta manera el estado de excepción y emergencia vuelve a retirar el velo democrático de su política hacia los inmigrantes al viejo estilo colonial, como cuando administró con mano de hierro Argelia y sus colonias. En este sentido, hoy, igual que ayer, estamos con los que llamaban a la insumisión frente al gobierno francés, pero concretándolo en lo que ya es asunto de salud pública: el ataque contra el proyecto social francés, contra el proyecto social europeo.
IV. No puede sino considerarse bajo la misma línea la deliberada y obstinada acción destructora contra los centros educativos. Si los coches de segunda mano, los supermercados mal (o bien, según se mire) provistos de comida basura y quincallería barata, y los equipamientos miserables del Estado de bienestar residual son los espejismos paródicos de la abundancia y la prosperidad, los colegios y los institutos son la parodia desencarnada de la igualdad de oportunidades y de la posibilidad de ascenso social que la economía predica para no cumplir. Y el fuego que ha devorado a unos y a otros es la previsible respuesta desencantada y furiosa del que despierta de su encantamiento. “Los chavales de 15 años ven que los que tienen 25 y fueron buenos estudiantes siguen en el paro, viviendo en casa de sus padres y sin futuro”, razonaba uno de esos “irracionales” del barrio de Blanc-Mesnil de Saint-Denis, y en sus palabras encontraremos todas las razones de esa furia sin que haga falta que ningún experto añada ni una sola banalidad de más. Así, negado el futuro a los hijos de los franceses, de los inmigrantes ya legalmente franceses, ante los pasmados rostros de sus mayores, esa población potencialmente escolar que ahora ama la gasolina desprecia el sistema educativo por la misma razón que desprecia al propio Estado francés. Ellos, los bárbaros del proyecto de la “vieja Europa”, han sido estigmatizados como la racaille, es decir, la chusma, la gentuza canalla, y han aceptado ese estigma con el tradicional orgullo de los proscritos: como los “mendigos del mar” en
V. Con un exceso de modestia o coquetería, algunos rebeldes de Aubervilliers concedían que “no tenemos palabras para explicar lo que sentimos. Sólo sabemos hablar prendiendo fuego”. Hay que decir cuando menos que tal lenguaje es elocuente y eficaz, y nadie puede pretender que no lo escucha. Sirve además para poner sobre la mesa las cuestiones molestas que nadie se atreve a hacer. Por ejemplo, los disturbios han supuesto la propaganda por el acto del urbanismo capitalista, cuya monstruosidad inhumana ya nadie puede negar, hasta el punto de que por toda Francia se están derribando esas torres de tortura de 14 pisos donde la vida sólo podía asarse a fuego lento. Nadie negará tampoco su eficacia, no sólo como campos de concentración diseñados para aislar a las personas de sí mismas y de los demás, sino sobre todo en su función de cárceles invisibles de las que sus presidiarios no se atreven a salir, incluso cuando se han amotinado: la aparente falta de decisión de los rebeldes de llevar los disturbios a los centros de las ciudades, allí donde más impúdicos se exhiben los símbolos de la felicidad capitalista, y más determinante es su destrucción, dice mucho del éxito psicogeográfico de las banlieus como sistemas de represión y aislamiento autorregulados. Pero el concepto de banlieu como basurero humano no se entiende sin la basura que contiene en sus límites físicos, sociales y psicológicos, y su estallido ha contribuido a derribar otro de los mitos favoritos de nuestro tiempo, repetido a veces muy imprudentemente por los que se consideran sus enemigos, a saber, que los inmigrantes “son necesarios” y hasta imprescindibles para asegurar el crecimiento económico y enriquecer la aburrida cultura europea, dando esa pizca de color y alegría que tanto gusta a los fanáticos del turismo exótico y del abigarramiento multiculturalista. Pues bien, dejando a un lado la dimensión cínicamente oportunista de tan miserable cálculo, ya estamos viendo para qué necesita el capitalismo a estos inmigrantes, a sus hijos y a sus nietos, qué utilidad quiere dar la economía a estos franceses de tercera generación: ni siquiera se toma la molestia de explotarlos, ya que le salen más baratos sus hermanos de raza que malviven en África o Asia, y el uso masivo de una tecnología que arrasa tanto recursos naturales como biografías humanas. El único enriquecimiento que el orden espera de ellos es el “crecimiento” a una escala cada vez mayor del famoso ejército de reserva de parados, y el “desarrollo” de la panoplia de terrores securitarios con los que atormentar a la población indígena que también vive en la cuerda floja, para que se mantenga disciplinada y bajo las faldas del Estado policial. Esto es de lo que se dan cuenta los rebeldes de los suburbios: los “treinta gloriosos” y los “milagros económicos” de
VI. Pero si el bando que debe perder es capaz de mostrar alguna lucidez, aunque sea parcial, aunque se refiera más a lo que se odia que a lo que se desea, entonces hay que neutralizar sus razones y sus actos por todos los medios, anegándolos bajo el consabido tsunami de mentiras y bajezas. Sólo nos ha sorprendido relativamente que algunas de esas infamias provengan de los así llamados revolucionarios, que se rebajan difamando a los revoltosos tachándolos de quemacoches al servicio del Estado y sus estrategias policíacas de provocación y miedo. Sin descender a tanta y tan obvia podredumbre, que parece contentarse con que el oprimido rumie en manso silencio su humillación cotidiana hasta que el lenin de turno (y de bolsillo) dé permiso para iniciar el levantamiento, es necesario discutir otros lugares comunes que, por serlos, alcanzan a un número mucho mayor de personas a las que la dominación desea quitar cualquier tentación de comprensión o simpatía hacia los rebeldes. Es evidente que el espantajo de la violencia es el plato fuerte de cualquier menú que se prepare para tales menesteres de intoxicación ideológica y miedo social. Violencia que, sin embargo, los pocos observadores honestos han reconocido como mucho menos salvaje e indiscriminada de lo que se ha dicho, y ejercida además, en general, con plena conciencia de la gravedad y consecuencias de la misma: “es una desgracia”, admitían los jóvenes de Aubervilliers, y como ellos muchos otros, sin rastro de exhibicionismo o crueldad. Nada tiene que ver por otro lado una violencia colectiva y espontánea que se levanta contra la opresión cotidiana que un buen día ya no se soporta más, por muy lamentables y arbitrarios que sean sus daños colaterales, y la violencia sistemática, hobbesiana y gangsteril de las bandas neofeudales y misóginas toleradas (y alentadas) por el poder. Más bien todo lo contrario, pues lo que ha sucedido no es el despliegue habitual de anomia afectiva, sensibilidad descompuesta, agresividad tribal, matonismo chulesco y aburrimiento letal que coexisten junto con otras realidades muy distintas en los suburbios (sería asombroso que en un mundo en ruinas aquellos que sobreviven bajo los más hondos cascotes se mantuvieran absolutamente puros, para mayor sosiego espiritual de los que todavía vegetan en los estratos superiores), miserias que han sido metabolizadas (y banalizadas) como una desgracia natural inevitable por los mismos que tanto se escandalizan ahora, sino el intento de su abolición por la vía práctica del enfrentamiento a cara de perro con el sistema que ha engendrado esas lacras (de las que por cierto nadie está exento) y todas las demás. Es por esta razón que esa violencia, antes tan llevadera, tan irrelevante para los jerarcas de la dominación que no suelen vivir allí (y algo menos para los que la sufren como propina adicional del terror que les administra el Estado y la economía), se revela de repente como intolerable. Por eso el espectáculo se ha regodeado con las imágenes, a veces dolorosas, a veces miserabilistas, de colegios y guarderías quemadas, buscando la empatía fácil y el reflejo condicionado contra los rebeldes, pero se ha cuidado muy mucho de hablar, por ejemplo, de las sucursales bancarias que también han ardido (si no lo han hecho más, es porque hasta los bancos desertan de las banlieus). Por otra parte, no deja de tener cierto interés que los últimos informes judiciales ofrezcan un retrato sociológico de la revuelta en las antípodas de los clichés que se nos quieren vender: entre los primeros encarcelados, hay 562 adultos por 577 menores, y “la mayor parte de estos menores no tenían ningún tipo de ficha policial, estaban escolarizados en centros de formación profesional o incluso realizaban estancias de aprendizaje y no procedían de familias especialmente desestructuradas, ni tampoco polígamas, como se apuntó desde un miembro del gobierno” (El País, 27-11-2005). Según estos datos, si clases peligrosas ha habido en esta revuelta, han sido las de siempre, lo que no impide (ni nos da ni frío ni calor), por supuesto, que aquellos que el poder llama “delincuentes juveniles” aportaran su granito de arena. Pero da la impresión de que aquellas bandas que en efecto atormentan la vida cotidiana de los habitantes de los suburbios (especialmente de las mujeres, bajo el fuego cruzado del integrismo islámico y de la violencia sexual neomachista), no son las que más se han destacado precisamente: quizás porque son antes bien los socios de la policía que sus enemigos. Da lo mismo. “No somos vándalos, somos rebeldes”, intentaban aclarar los de Aubervilliers. Nadie les hará caso: para su desgracia o no, ser rebelde hoy pasa necesariamente por ser también vándalo.
VII. Como era de esperar en una sociedad que adula a la juventud por su “rebeldía” siempre que la consuma virtualmente y no pretenda experimentarla en la realidad, el origen juvenil y adolescente de los protagonistas de la revuelta también está siendo utilizado para desacreditarla. Se insiste así en su infantilismo, expresado no sólo en el absurdo aparente de la destrucción indiscriminada, sino también en el carácter de juego inconsciente y emulación compulsiva que demuestra. A continuación se habla de los juegos de ordenador, de la realidad virtual, de la “generación game-boy”, de los “pobres chavales” autistas que reflejan en su violencia ciega los mecanismos de deshumanización y competitividad que han aprendido de la misma sociedad que les aniquila, porque todo lo explica y a plena satisfacción la playstation maldita, como si sólo los cabecitas negras del arrabal jugaran con esos chismes, o fueran los únicos afectados por su radiación venenosa. Se utilizan de paso las propias palabras de los jóvenes suburbiales, que se quieren entender única y exclusivamente en el sentido que más conviene, cerrando el paso a cualquier otra interpretación que matice o corrija la versión interesada. Pues si es cierto que en estos comportamientos puede haber mucho de la herencia maldita del vacío encarnado en la irresponsabilidad de mercado y en la adicción enfermiza a la ultraviolencia, igual que pueden dar pie a su recuperación bajo la forma mediática y comercializable de nuevos y excitantes deportes de riesgo, no lo es menos que se deben también a otras instancias, y que entroncan con otros árboles genealógicos. En efecto, los desafíos entre las bandas rebeldes para ver quien ofrece los fuegos artificiales más fastuosos a sus vecinos, quemando los trofeos de la riqueza y del poder, pueden venir tanto de la contaminación mediática como ser la gozosa reactualización de la institución del potlach, y, si salvajes son, que se les conceda al menos el derecho de regresión a las viejas y buenas costumbres de los pueblos primitivos, sin ponerles bajo la perpetua sospecha de cretinismo multimedia. Pero fue Fourier quien mejor explicó las virtudes de la sana emulación entre los grupos revolucionarios que se retan en el juego de la subversión, y por una vez que no ha sido la economía quien ha recuperado sus teorías (y poco importa si a Fourier se le lee o no en el gueto: las buenas ideas, si los son, siempre acaban encontrando a quien las confirma en la práctica), no vamos a escandalizarnos…De la misma manera, los expertos aprovechan un comentario de los revoltosos acerca de que prefieren quemar coches en vez de contenedores “porque hacen mucho más ruido”, para reírse de esos jovenzuelos que confunden la realidad prosaica con los efectos especiales de la consola, cuando el principio básico de toda guerrilla que se precie es hacer el mayor daño posible, llamar la máxima atención, con el menor coste en los medios utilizados. En todo caso, y como se ha sugerido ya, no es tan malo que ciertas quimeras del inconsciente colectivo, que a veces se cuelan por la pantalla aparentemente más banal en la forma del rap o de la mitología degradada de Matrix, empiecen a materializarse en la calle, especialmente si se trata de los fantasmas de la subversión. ¿Acaso lo imaginario no era lo que tendía a ser real?
VIII. Sin duda es mucho más perniciosa esa mala reputación que acusa a los jóvenes de estar separados de sus padres y de las generaciones adultas, y a todos los negros y magrebíes de estarlo respecto a sus vecinos blancos. Respecto a lo primero, se ha puesto en primer plano la angustia de la joven madre soltera ante la guardería quemada, o la del trabajador ante el utilitario abrasado, imprescindible para su supervivencia. Hay que entender tal angustia y tal desesperación en unas gentes que los golpes han moldeado demasiado bien, y que por una intuición muchas veces acertada sólo esperan del acontecimiento nuevo lo malo de siempre. Pero teniendo razones, la razón decisiva no está de su lado sino de sus hijos, pues aunque dolor cause, pretende terminar con el dolor y con sus causas. En este sentido, como en
IX. Podríamos decir algo parecido respecto a los que rebuznan que esta revuelta sólo es la expresión de las tribus negras y árabes, sin relación posible con los proletarios franceses de pura cepa y sus “luchas”, y que por lo tanto está aislada y no puede tener trascendencia alguna. En realidad, como en la rebelión de Los Ángeles de 1992, o en los disturbios de Brixton de 1981, los jóvenes blancos perdedores se han sumado a la rebelión con tanto ímpetu como sus hermanos de otro color, mal que les pese a Le Pen, a los islamistas y al Estado, que medran por igual de las separaciones étnicas artificiales y sólo temen que puedan disolverse primero para disolver después el chantaje económico. Y así a veces, las buenas noticias son tan buenas que ni el espectáculo puede ocultarlas por completo. “El perfil sociológico de los detenidos corresponde a la población de los suburbios: abundan los jóvenes hijos de emigrantes, pero también los apellidos estrictamente franceses, los cabellos rubios y los ojos claros”, reconocía con no menos desgana el mismo periódico. No es otra cosa la que se escucha en los arrabales. “Los alborotadores son magrebíes y subsaharianos, pero también franceses de toda la vida que, hartos de tanta injusticia, salen a la calle; en este barrio todos sufrimos la injusticia”, se dice en la banlieu de Toulouse, como se podría decir en cualquier otra parte donde reine la miseria pero todavía no la resignación. Lo mismo valdría para la tan cacareada inspiración islamista de los disturbios: ninguna prueba lo confirma, y los insurrectos se han cansado de desmentirlo con sus palabras (“nadie nos controla, ni los caids de la droga ni los imanes islamistas”) y con sus actos (no haciendo ningún caso de los llamamientos a la calma de las mezquitas y sus fatuas adormecedoras al mejor estilo de los estalinistas de antaño). Pero lo que importa es negar la evidencia y, mejor aún, suprimir las palabras del suburbio y su sentido: éstos que son invisibles, que no importan, tampoco tienen por qué hablar y mucho menos ser oídos. Ni entendidos.
X. Al mismo tiempo que los modernos proletarios de Europa jugaban con fuego y “se quemaban”, en Asturias varios mineros se encerraban en protesta por sus condiciones laborales y de vida. Estos hechos visualizan la evolución del concepto de clase y de la conciencia de la explotación por parte de los derrotados. Vieja y nueva clase toman su relevo y adelantan lo que será una realidad en unos cuantos años en todo el continente. Pero en este baile, los bailarines se mezclan formándose parejas inesperadas y prometedoras: si ponemos en relación la negatividad de los motines que nos es vendida como suicida, nihilista y enloquecida, con otros conflictos sociales que sólo merecen ese nombre porque comparten la misma desesperación, empezaremos a ver más claro. En efecto, más allá de que provengan de una misma opresión, no tiene mucho sentido relacionar las actuales revueltas con las huelgas generales de aquí o de allá, las marchas de parados o las performances reivindicativas de los tunos de Bellas Artes: mejor hacerlo con conflictos como el de la fábrica de Cellatex en julio de 2000, donde los trabajadores amenazados de despido amenazaron a su vez con volar la fábrica y los productos químicos que albergaba si no se les daba una salida mínimamente digna, arrojando al río un poco de sosa cáustica y de ácido sulfúrico para demostrar que la pantomima no era su fuerte, excelente ejemplo que fue seguido por los obreros de
XI. La cantinela mediática gusta también de mostrar un hipócrita asombro ante la destrucción “gratuita” (¿ahora también hay que pagar para participar en un levantamiento?) de los mismos barrios y propiedades de los alborotadores, calamidad incomprensible propia de estos tiempos desnortados. Se dice además que esta destrucción ciega es inédita en la historia, que nada parecido había pasado antes en ninguna revuelta, y menos en una revolución; y que este dato vuelve a demostrar el carácter alienado y alienante de estos desenfrenos de furia baldía, buena para nadie, si no lo es para la dominación que en última instancia, quién si no, ha teledirigido los acontecimientos. Dejando a un lado las consideraciones que ya hemos apuntado sobre el valor de uso real de esos barrios y esas propiedades, así como del problema de la violencia que el poder llama irracional porque no es suya, habría que preguntarse ahora dónde está esa supuesta novedad histórica en el comportamiento de estos nuevos bárbaros, novedad que les descalificaría irremisiblemente ante el recuerdo de otros bárbaros que, si lo eran, eran bárbaros ilustrados, homologados, diríamos que de pata negra para esos buenos conoisseurs universitarios aficionados a
XII. Lo que dice esta gente tampoco resulta desconocido. “No queremos dialogar con el gobierno; nuestros padres, nuestras familias ya han recibido demasiados abusos tras sus discursos. El diálogo se ha roto definitivamente, no penséis en adormecernos. No podréis manipularnos, a pesar de la utilización de imanes y portavoces que empujáis a que hagan llamamientos a la calma (...) La sociedad nos ha creado, lo que prueba que esta civilización corre a su pérdida. No tenemos nada que perder, preferimos morir rodeados de sangre que de mierda”, aclaraba un panfleto firmado por unos “Combatientes de la revuelta del
La revuelta ha llegado, y lo ha hecho para quedarse. Los inmigrantes, y con ellos todos los proletarios que a base de sangre, sudor y lágrimas reaprenden que lo son, han pasado de dar las gracias a exigir su derecho a vivir. Por todos los medios necesarios. El dilema es bien sencillo y ya se planteó en 1977: ¿Te haces con la situación o acatas órdenes? ¿Vas hacia atrás o vas hacia delante?
NOTAS
1. Hasta tal punto ha llegado la “falta de respeto” y la ingobernabilidad de estos trabajadores sauvageons (salvajes, insociables) salidos de las banlieus, que se ha propagado una ola de depresiones y bajas laborales entre los jefes de personal y de recursos (in)humanos. El síndrome de la enfermedad vergonzosa, la llaman, porque ningún directivo quiere reconocer que ahora, por una vez y para que sirva de precedente, es él el maltratado en vez del maltratador. Un detallado análisis de tan delicioso fenómeno puede ser leído en Echanges nº 99, invierno 2001-2002: Cuando las empresas buscaban asalariados “honestos y manejables”, H. S.
2. Debería ser innecesario contestar a los reprimidos y a los tristes que sólo ven en las revueltas única y exclusivamente las maniobras del poder, que se serviría de ellas para dirimir rencillas dentro del gobierno francés, facilitar el control parapolicial de mafias y mullahs, o incluso hasta para lanzar un Plan Renove más grosero de lo habitual. Maniobras hay, y para todos los gustos. Pero también acción autónoma de los resentidos con causa, porque de ninguna manera toda reacción popular está ya prevista y descontada por el poder. Tal apriorismo significaría, como decía el Grupo Surrealista de Chicago ante parecidas acusaciones en los días del levantamiento de Los Ángeles, “reducir a las masas al estado de meros objetos de la historia, víctimas inevitables de una autoridad omnipotente” (Tres días que estremecieron el nuevo orden mundial, 1992). Puede que así lo sean a veces, pero no siempre, ni totalmente. Por eso se rebelan: ese es el único sentido de la historia que todavía les queda, y es que, en materia de rebelión, ninguno de ellos necesita antepasados. No es poco: si a los insurrectos les falta tal vez teoría revolucionaria (y a quién no), les sobra en cambio, como a sus camaradas de Los Ángeles, una nueva conciencia radical que no admite recuperación posible.
3. “Para el poder y los que piensan como él, los saqueadores del 1 de diciembre no se oponían a nada, puesto que nada reivindicaban (…) Y en efecto, si no han rechazado nada en particular es porque rechazan todo lo que emana del pútrido orden mercantil, amo y señor de todo lo que existe. Los amotinados habían abandonado toda consigna particular y plasmaron en la fachada del edificio saqueado el programa que habían esbozado sobre el terreno: “Muerte al Kapital” (Defensa incondicional de los vándalos del 1 de diciembre, diciembre de 1988, Unos Caníbales). “Algunos imbéciles afirman que la juventud de hoy no tiene que rebelarse, sino integrarse. ¿Integrarse a qué? ¿A un barco que ha naufragado? ¿Al comercio polucionante que llamamos economía? ¿A esta película inconsistente donde el aburrimiento lujoso de una minoría prospera sobre la opresión real de la mayoría de la humanidad que llamamos sociedad moderna? En esto consiste el equilibrio: en la domesticación de los seres humanos” (Volcán de otoño, diciembre de 1986, Marie-Jeanne). “Provocadores, anarquistas, comunistas, punks, rojos, heavys, mods, rockers, macarras y sinvergüenzas, toda esa fauna nos concentramos allí, no sólo por reivindicaciones estudiantiles, sino porque también estamos hartos del paro, de la mili, de la democracia burguesa, de la represión policial, de las cárceles (…) Y es que está muy claro: no hay futuro para nosotros. La violencia estatal genera violencia en la calle. Si se desata nuestra violencia es porque tenemos que sufrir la violencia social día a día. No se extrañen, pues, del vandalismo de los jóvenes. Cabría preguntarse quien es el más vándalo aquí, si nosotros o el sistema en el que, por desgracia, nos ha tocado vivir. Que no digan que la violencia nunca está justificada, porque en nuestro ambiente la violencia es obligada” (declaraciones de un joven “provocador” a El País, citado por Miguel Amorós en Informe sobre el movimiento estudiantil, 1987). “No tenemos ningún porvenir que pueda calmarnos. Nos quieren carne de fábrica o carne de prisión: y no queremos ser ni la una ni la otra. Escandalizamos, porque no tenemos ningún fin positivo cuya satisfacción pudieran administrar nuestros enemigos. Somos totalmente negativos, y ahí reside nuestra fuerza” (Expedición sin retorno, otoño de 1981, Les fossoyeurs du viex monde). Releyendo estas declaraciones, tan similares a las de hoy, que se escribieron y dijeron en otras épocas y respecto a otros conflictos (un motín en Zaragoza que desbordó la campaña de preparación de la huelga general del 14-D de 1988, las manifestaciones estudiantiles francesas de 1986 y españolas del año siguiente, las revueltas inglesas y francesas de 1981), hay que reconocer que los insurrectos de 2005 no viven completamente sumergidos en el vacío de la memoria histórica del que se ha hablado (y que en efecto existe), ni han olvidado las viejas verdades antipolíticas de la guerra social: al menos, saben recordarlas por intuición, o las redescubren en la calle por necesidad. Los dos procesos suelen actuar unidos.
Grupo Surrealista de Madrid
Colectivo de Trabajadores Culturales
Oxígeno (Logroño)
Las malas compañías de Durruti (Logroño-Zaragoza)
Noviembre 2005
1 Comments:
Muy buen texto. Nos encanta tu blog, si pudieras agregar el nuestro a tu lista de "blogs amigos" nos haría mucha ilusión. Gracias de antemano, procuraremos hacer lo mismo con el tuyo.
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