Unos ojos acechaban
Unos ojos acechaban, silenciosos felinos, en la oscuridad. Era una mirada pura que susurraba obscenamente palabras que no llegué a entender hasta mucho tiempo después, cuando ya nada podía ser igual y el mundo se derrumbaba bajo mis pies.
Me sentí paralizado, pero no por miedo, sino por una fascinación tal ante la fantasmagórica inteligencia que se intuía en esos dos puntos luminosos que me era imposible mover un solo músculo de mi cuerpo. ¡Y era tanta la impotencia! Necesitaba acercarme a esa mirada que se me antojaba como la respuesta a todas las preguntas, a las que me hecho a lo largo de toda mi vida y a aquellas otras que ni tan siquiera llegué a intuir. Pero allí seguía, inmóvil, estúpido cuerpo inerte, que ni derramar lágrimas podía.
Tan solo podía contemplarlos y así pude llegar a entender que esa mirada me estaba esperando, que yo era su destinatario y no un simple observador furtivo, un triste voyeur que se recrea en aquello que le es ajeno. No. Sentí que esa mirada me esperaba, es más, que, en cierto modo, me pertenecía y que yo le pertenecía a ella, que la necesitaba y me necesitaba, que nuestra razón de ser era encontrarnos. Pero yo no podía acercarme a ella. Me preguntaba si le sucedería lo mismo, ¿le sería también imposible moverse, acercarse a mí? Traté de hablar, de gritar, de comunicarme de algún modo, de hacerle entender que me era imposible alcanzarla, mas no por culpa mía sino por alguna extraña razón que no podía entender. Pero fue en vano, era incapaz de articular sonido alguno. Mi cuerpo no me respondía, era algo tan ajeno a mí como había pasado a serlo el mundo entero. Sentí el vacío más absoluto. La más horrible de las muertes en vida me golpeaba, implacable, y sentí una angustia tan brutal que me hizo desfallecer.
Pasaron siglos y seguí innmerso en ese hiriente desasosiego que me quemaba como fuego de mil y un infiernos. Y descubrí aterrado que, absorto en mis pensamientos, tratando de adivinar cómo liberarme, cómo devolver la movilidad a mis miembros, el habla a mi garganta y la cotidianeidad a mis gestos para poder llegar hasta la oscuridad en que se refugiaban esos ojos y poder sentirlos y que me sintiesen, no me había dado cuenta que ya sólo había oscuridad. La mirada febril se cansó, quizás, de esperarme y desapareció, sutil y silenciosa, como había venido.
Me descubrí solo. Pero era una soledad que golpeaba con tal furia que me hizo caer al suelo, me sacudió, liberando aparentemente mi cuerpo, que volvía a moverse, pero no respondía a mis impulsos, sino que se convulsionaba, ajeno. Golpeaba la nada con vacilantes puños y caía una y otra vez para levantarme de nuevo y caía y con los miembros doloridos me encontré gritando, con tal violencia que hasta Dios hubiera podido comprender mi dolor. Entonces, una vena se partío en mi cuello y puede al fin descansar.
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