martes, julio 11, 2006

Apuntes para una historia aún por escribir


Apuntes para una historia aún por escribir




Soñé que me quitaba la vida con un fusil. Cuando salió el disparo, no me desperté, sino que me vi yacer, un rato, como un cadáver. Sólo entonces me desperté.

Walter Benjamin



Uno de los fenómenos más desconcertantes e irritantes del sistema capitalista es esa capacidad que parece tener para absorberlo todo –incluida la crítica más lúcida y feroz que se le pueda hacer– como si de una bayeta se tratase. Cuando la mierda amenaza con volverse demasiado visible se saca la bayeta y se frota la sucia superficie de la realidad, limpiando aquello que enturbia el alegre colorido de los baldosines y que habla de la verdadera suciedad, la que se esconde entre las grietas de este edificio llamado capitalismo. Se limpia la superficie y después basta con exprimir la bayeta, expulsando como agua sucia al cubo de los derrotados de la historia a aquellos que alzan la voz para nombrar la auténtica podredumbre. Los baldosines quedan resplandecientes de nuevo, pero la mierda sigue estando ahí, oculta por el brillo de los muebles siempre nuevos y de los resplandecientes aparatos eléctricos.

La historia, por desgracia, nos habla de la derrota continua de la revolución. Derrota continua, pero nunca completa, pues siempre podremos encontrar una luz en el pasado que nos ilumine lo suficiente para orientarnos en la oscuridad y lograr encontrar la salida del túnel en el que nos hallamos. Pero el poder es consciente de ese potencial que se esconde en el pasado y no puede tolerarlo, por eso, la mejor estrategia para evitar el resurgimiento de la crítica radical y revolucionaria consiste en la recuperación de esa misma crítica, domesticándola, adelantándose a sus posibles herederos para desalentarlos, desorientarlos y poder presentar así la derrota como inevitable. La recuperación desarma al pasado de su contenido emancipatorio y lo reduce a mera anécdota, a folklore. Gracias a esa capacidad del capitalismo de fagocitarlo todo podemos ver a Durruti convertido en el protagonista de una sosa novela negra, a los anarquistas españoles presentados como defensores de la democracia, a los surrealistas reducidos a un grupo de poetas y artistas o a Debord y los situacionistas pintados como unos bohemios que dejaban pasar la vida por las calles de París. Se trata de derrotar de nuevo a los eternos perdedores, que son además burlados al ser utilizados para justificar y reforzar aquello contra lo que lucharon.

Esa recuperación no consiste tanto en alterar la historia como en dar la versión de la misma que mejor se avenga a los intereses del orden dominante. Nadie puede negar que Durruti fue un moderno bandolero, un aventurero del que podrían hacerse películas al gusto de Hollywood –que ya hizo una película inspirada en el guerrillero anarquista Quico Sabaté, convenientemente expurgada de los elementos incómodos– con solo cambiar algunos escenarios y diálogos. Pero Durruti era mucho más que eso, era un gigante con un corazón que no le cabía en el pecho, era un luchador, un anarquista, una persona que entregó su vida a la tarea de destruir este mundo para construir uno nuevo sobre sus ruinas. Nosotros lo sabemos y ellos lo saben y la mejor forma de neutralizar el potencial emancipatorio que tiene su figura es convertirlo en objeto de esa historia vacía que nos venden los historiadores profesionales o en un fetiche revolucionario cuya memoria queda reducida a la añoranza de unos tiempos que no volverán. La vida y obra de Durruti quedan convertidas, por obra y gracia del capitalismo contra el que luchó, en una bonita canción o en una novela de aventuras con buenos y malos que nos hablan de tiempos en los que la lucha tenía sentido, hoy ya no lo tiene, nos aseguran, mintiendo y esperando que la mentira se convierte en verdad algún día. Para evitar que esa realidad pueda llegar a ser tal debemos mirar a la historia. La verdadera tarea del historiador es dar un “salto de tigre al pasado” y traer de vuelta a Durruti, no para reeditar sus gestas, pues la nostalgia nunca es revolucionaria, sino para escuchar su voz grave y tomar la mano que nos tiende desde el pasado rompiendo el continuum de la historia, vengándole a él y a todos los derrotados de la única forma en que puede hacerse, creando ese mundo nuevo ahora.

El poder siempre camina unos pasos por delante de sus críticos, por lo que ya conoce el terreno que éstos tienen todavía por delante y puede así adelantarse a sus movimientos. De ese modo, la recuperación se inicia antes de que los revolucionarios puedan siquiera haber llegado a agotar las posibilidades de su crítica y de su pulso al capitalismo. Eso es lo que le sucedió a las ideas de la Internacional Situacionista. Hace ya muchos años que los situacionistas fueron convertidos en objeto musealizable, en protagonistas de libros que no suelen aportan nada más que autocomplacencia y nostalgia, hasta el ingobernable Debord es citado y alabado por sujetos a los que no ocultó su más profundo desprecio mientras estuvo vivo. Pero no se puede dejar de anotar que el proceso de recuperación de los situacionistas comienza muy pronto, aunque ese proceso se haya acelerado en las últimas dos décadas. Ya en su época de mayor esplendor, a finales de los años sesenta del pasado siglo, se daban los primeros pasos hacia esa recuperación, la disolución de la IS fue una medida para tratar de combatir esa recuperación, pero no la pudo evitar.

Esa domesticación del potencial revolucionario de las teorías situacionistas tuvo uno de sus puntos álgidos en vida del propio Debord y éste tuvo su parte de responsabilidad al colaborar en el documental de Canal + Guy Debord, son art et son temps, quizás la única concesión que hizo en su vida al sistema al que tanto combatió y despreció, pero que fue un paso más en ese proceso de recuperación de sus ideas y, sobre todo, de neutralización de su legado. Fue el gran error –no el único, desde luego, pero sí el único que de verdad se le puede reprochar– de uno de esos personajes extraños de la historia, extraño porque jamás se vendió –el documental pudo ser un error, pero nunca fue una traición a sus ideas–, y no hay elogio mayor que se le pueda hacer, viendo como han acabado tantos otros, incluidos muchos de sus antiguos camaradas de la IS. Debord no llegó a ver estrenado el documental, se suicidó unos meses antes y una pregunta flota en el aire: ¿fue ese su último gesto de coherencia y de radical libertad? Es posible, pues nunca escondió su pesimismo, pero a pesar de todo y aun si fuese cierto eso, su vida y su acciones nos hablan antes que nada de “organizar el pesimismo” tal y como decía Walter Benjamin, otro pesimista que no quiso dejarse arrastrar por ese pesimismo, sino dotarlo de significado, aunque también él acabase suicidándose. Y citar a Benjamin junto a Debord no es casual, ambos tenían mucho más en común que el hecho de que acabasen suicidándose, su visión lúcida todavía nos asombra, iluminando los oscuros callejones de un sistema que aparenta –sólo aparenta– no tener salida. Ser consciente de las derrotas que jalonan la historia no supone dejarse llevar por el desencanto, sino todo lo contrario, preparar el camino para la superación de esa historia.

La disolución de la crítica situacionista en el batiburrillo interesado de las vanguardias, del arte experimental o de la crítica de los mass media cruza ahora a este lado de los Pirineos –todo llega tarde aquí–, cuando en Francia hace ya mucho que tomó impulso. En los últimos meses una pequeña avalancha de publicaciones de y sobre la IS ha llegado a los estantes de las librerías, aunque no todas tengan, evidentemente, las mismas intenciones. Lo único que les une es que reflejan el creciente interés que despiertan las teorías situacionistas. Entre esas publicaciones podemos encontrar el afán puramente arqueológico y comercial de editoriales como Anagrama, publicando libros como la novela Todos los caballos del rey de Michèle Bernstein o un conglomerado de textos de Debord, El planeta enfermo, publicitados como inéditos en castellano aunque no lo sean. Estos textos, a pesar de su incontestable valor crítico, sólo sirven a los intereses recuperadores de aquella teoría crítica presentándola como algo muerto, como una reliquia de aquel glorioso mayo francés cuyo eco parece no apagarse nunca. Las razones de su publicación no son las de avivar las llamas de la revolución, sino los beneficios económicos, pues siempre habrá unos cuantos que compren esos libros, aunque sólo sea por interés bibliográfico e historiográfico –me incluyo en esa lista– y, sobre todo, el dotar a Anagrama de un prestigio como editorial de “vanguardia” y “comprometida”, engañando así a aquellos que se quieran dejar engañar, puesto que si tuviese el más mínimo interés en llevar cabo una tarea editorial crítica mejor haría publicando libros que aportasen argumentos para un debate sobre las condiciones del mundo en el que vivimos, actualizando la crítica del mismo. Es más fácil, menos arriesgado y mucho más rentable vendernos las ilusiones de revoluciones pasadas que apostar por la dura tarea de preparar las condiciones para un nuevo combate.

En una línea radicalmente distinta, en la de repensar lo que supuso la crítica situacionista y las consecuencias que podemos extraer de su derrota, se inscriben dos libros aparecidos también en los últimos meses. No voy a hacer una reseña de los mismos, simplemente los cito para destacar la labor crítica de unos pocos que no se conforman con mirar con nostalgia al pasado sino que lo interpelan para buscar en él el aliento que nos permita iniciar un nuevo asalto. El primero de ellos En el caldero de lo negativo, de Jean-Marc Mandosio, lleva a cabo una crítica de las limitaciones teóricas y prácticas que tuvo la Internacional Situacionista y que propiciaron tanto su fracaso como la posterior recuperación de sus ideas, siendo su objetivo la actualización de esa crítica y su superación, conservando en la mochila el legado valioso que aún conservan muchas de las ideas de los situacionistas. El segundo, Historia de un incendio. Arte y revolución en los tiempos salvajes. De la Comuna de París al advenimiento del punk, de Servando Rocha, es, tal y como dice su subtítulo, una historia de la relación entre arte y revolución a lo largo del último siglo y medio, historia en la que los situacionistas tienen un destacado papel. Esta historia, que rastrea en “los asaltos que se ejecutan en ella y a través de ella”, se inscribe en la concepción historiográfica benjaminiana, que busca en la tradición de los oprimidos ese pacto secreto entre el pasado y el presente que permita romper con la marcha inexorable de la historia. El historiador no debe limitarse a narrar la triste historia de aquellas derrotas, sino dotarlas de significado para la construcción del ahora, propiciando la oportunidad para un nuevo asalto. Esa es la tarea del historiador que se tenga por revolucionario. Este libro nos da pistas sobre ello, tejiendo un fino pero resistente hilo que nos une a esa historia.

El objetivo de quienes detentan el poder y de aquellos que gustosamente colaboran con ese poder es que no podamos aprender del pasado otra cosa más que a llorar nuestras derrotas. El potencial emancipatorio que tiene ese pasado plagado de derrotas debe ser desterrado, de ahí el interés en presentarlo como algo muerto e inmóvil, un producto más para consumir, no sea que a través de pequeños saltos podamos traer a la luz del presente a esos derrotados para crear un ejército capaz de hacer frente de nuevo a este mundo. Porque eso es lo importante, da igual lo radical que pueda ser una idea o un teoría, si no engarza con la realidad de su tiempo es simplemente algo vacío, y es tarea de los revolucionarios de hoy llevar a cabo esa labor de artesano, unir los pedazos del pasado para construir un ahora que detenga la marcha de la historia, esa locomotora que nos conduce al abismo.

Tengamos siempre en la memoria la visión de ese cadáver, el cadáver de la revolución, sólo fijando en la retina su imagen podremos algún día darnos cuenta que no estaba muerto, simplemente dormía esperando el día en que sonase la campana para un nuevo asalto, esperando que éste sea por fin el definitivo, aquel que quede por fin marcado en el calendario, aquel que detenga el tiempo vacío de la historia e instaure el tiempo-ahora, el tiempo en el que los eternos derrotados de la historia salgan de sus tumbas para unirse a la gran fiesta de la revolución. Escribamos esa historia, rompamos la Historia.

domingo, julio 02, 2006

¡Ravachol vuelve!

¡RAVACHOL VUELVE!

Respuesta a los aprendices de artista…



A través de numerosos emails, el pasado jueves 29 de junio a las 20.30 horas se había convocado la realización de un “atentado artístico” por medio de “poesía caótica” a la altura de la Plaza de Callao de Madrid, justo frente a la entrada de la FNAC. La acción consistiría en la lectura simultánea de poesías por parte de los participantes (sumergidos por un día en el sueño de ser actores) con el eje común de que debían contener la expresión “terrorismo artístico”. La convocatoria carecía supuestamente de organizadores, aunque estaba perfecta y rotundamente delimitada por medio de una serie de instrucciones en las que se explicaba, inclusive, el significado de ésta. Su fin era, según los convocantes, que “la poesía caótica que realicemos sea un símbolo de caos y arte”. El acto, anunciado como “una respuesta al estímulo que causa el orden y el no-arte de las calles de Madrid”, decía pretender “romper el ritmo, subir la voz, desordenar el ambiente, tirar por los suelos las pautas monótonas que nos ofrece la ciudad, despertar al viandante con poesía, sonido y desorden”.

Ya desde un primer momento y tras la lectura del desarrollo y naturaleza de la acción vimos claramente que se trataba del inocente juego, sin mayor problema para el urbanita y el transeúnte ávido de compras en plena zona comercial, de algún grupo de aspirantes a poetas, o peor aún, de apóstoles del arte moderno, la performance y la defensa de la propia miserabilidad del arte en el mundo de hoy. Bajo estas razones decidimos provocar nosotros mismos una pequeña interrupción y ofrecer a sus participantes una idea antagónica a tal acción: que el “no-arte” no es lo mismo que el antiarte y que el artefacto del arte como forma de subversión y terrorismo cultural podía residir en la figura de alguien como el legendario anarquista Ravachol.

El panfleto, redactado y firmado entre el Colectivo de Trabajadores Culturales La Felguera y el proyecto Farenheit 451, llevaba por título “¡Ravachol vuelve!” y tenía como propósito ser repartido entre los participantes de tal acto. Lamentablemente y tras comprobar como la treintena de personas participantes (cuya práctica totalidad eran adolescentes, salvo su jefe-organizador que, subido a un par de cajas y con una ridícula nariz de payaso, dirigía la acción) abandonaban a toda prisa el lugar después de la inofensiva en grado máximo lectura de poemas como si se tratase de un grupo de nerviosos ladrones que huyen tras el atraco a un banco (¿pensarían quizás que habían hecho alguna maldad?), nos fue casi imposible entregar los panfletos. Lejos de acontecer ese caos profetizado por los convocantes, la acción quedó perfectamente, y sin mayor problema, integrada en el discurrir cotidiano de una ciudad acostumbrada ya a este tipo de propuestas que bien podrían ser subvencionadas por la obra social de alguna entidad bancaria.

Para aportar un elemento de debate a la proliferación de este tipo de formas vacías y caducas de cierto ejercicio de arte moderno y del coqueteo -lógicamente, sin quemarse los dedos- con las ideas de terrorismo cultural y de antiarte, reproducimos la octavilla en cuestión.

(Para ver su formato original, junto a la foto del propio Ravachol que lo acompañaba, entra en www.nodo50.org/lafelguera)

¡RAVACHOL VUELVE!

¿Un arte moderno como opuesto al arte burgués? La cuestión realmente importante no es si el arte aún tiene (o no) cosas que decir. Damos por supuesto que los disidentes y rebeldes buscarán incansablemente y cada cierto tiempo visibilizar la opresión, atacar a los opresores y los mecanismos que perpetúan este sistema inmundo o experimentarán con cierta forma de poder (¿arte callejero?). Si se hará uso de disciplinas artísticas para este fin o no será una cuestión de estrategias y de las condiciones que en ese momento se impongan y del tipo de respuestas que se demanden... El problema es que el arte y sus instituciones han creado una nueva religión (museos, el concepto de “obra de arte” y de “artista”...) con sus correspondientes sacerdotes (críticos, gestores culturales...). Hoy, el arte moderno gusta, es autocomplaciente y, por supuesto, la mayoría de sus propuestas son conservadoras y reaccionarias. No revolucionan sino que bajo el parapeto de “arte experimental” se autojustifican. No es valiente. Nadie arriesga. El arte moderno es hoy patrocinado por las grandes corporaciones y es parte de la cultura del llamado “mundo libre”.

Nosotros, por supuesto, rechazamos el arte y la cultura sin que el mundo haya sido cambiado profunda y radicalmente. No nos conformamos, ni tan siquiera, con una parcial victoria, porque aspiramos a algo superior, a una nueva sensibilidad que en nada tendrá que ver con inofensivos poemas simultáneos, un bonito cuadro o una performance al uso. ¿Una auténtica performance? Poemas pintados en cada esquina, ciudades ardiendo, gente en la calle expresando radicalmente sus deseos y banderas negras en cada edificio del gobierno. En definitiva: aspiramos a la realización del arte, a la revolución, el terror. Si se pretende imponer una cierta revitalización neodadaísta, de promoción de prácticas de la modernidad, nosotros estaremos en otro lado, junto a Ravachol que fue un mediocre músico que compuso malas canciones sociales pero que, por el contrario, fue todo un experto en el manejo y uso de la dinamita. Se acabó el juego: no busques nada en el viejo saco roto del arte moderno.

“Callaos, no comprendéis nada: no se trata de vuestros poemas”

Louis Aragon

Colectivo de Trabajadores Culturales LA FELGUERA

FARENHEIT 451, Crítica a la vida cotidiana