lunes, octubre 31, 2005

Fue niña


-Fue niña -dijo una enfermera con una sonrisa en los labios- y todo ha ido perfectamente, las dos se encuentran bien. Puede pasar a verlas.

Todos se abrazaron y felicitaron al padre. Era niña. Su pequeña hijita.

Para sus padres ayer fue el día más feliz de sus vidas. Ha nacido fuerte y sana. Tiene unos ojos negros preciosos, con una viveza que denota una extraordinaria inteligencia. Saben que será muy lista. Estudiará una carrera y destacará. También sus padres son muy inteligentes, estudiaron los dos una carrera, si bien ahora no la pueden ejercer.

El nacimiento de esta niña, que duerme ahora en el regazo de la madre, les ha devuelto la ilusión. A ellos y a toda la familia. El abuelo lloró de alegría nada más enterarse de la noticia y, cuando vio a la niña por vez primera, no pudo evitar que se le cayese la baba, provocando las risas de toda la familia allí reunida y una dulce reprimenda de la abuela. Poco a poco han ido llegando los primos y primas a ver a la pequeña y se ha formado un pequeño revuelo en la habitación. Las enfermeras han tenido que esforzarse para que madre e hija pudiesen descansar tranquilas, desalojando poco a poco a los familiares.

Sólo ha permanecido allí el padre, que no se ha alejado un solo instante de las dos mujeres más importantes de su vida. ¡Habían pensado tanto en este día! Pero nunca se imaginaron que fuese tan hermoso.

Hoy es un día de fiesta para la familia Guenoun. Esta niña les ha abierto una puerta a la esperanza. La madre se llama Radmila. Es polaca y vino hace 4 años a España. En su país había estudiado Matemáticas, pero aquí se dedica a limpiar casas y, dos veces por semana, le da clases particulares a una niña, cree que es su forma de no perder los conocimientos y algún día espera dar clase en un colegio. El padre se llama Khaled y es argelino. Llegó a España hace 10 años. En Argelia la violencia se había hecho constante y Khaled decidió marcharse. Allí había estudiado Filología, es un gran experto en lengua bereber y habla cinco idiomas, pero de momento tiene que conformarse con trabajar en un bar de Lavapiés. De vez en cuando le suele salir algún trabajo de traductor, pero nada estable y con poco sueldo.

Esta mañana se han puesto de acuerdo en el nombre de la niña. Se llamará Halime. Todas las enfermeras han coincidido en que es un nombre precioso. La niña las tiene locas. Ha heredado los preciosos ojos negros de su padre y la piel blanca de su madre y nadie duda que será preciosa cuando crezca.

Mientras tanto, la vida sigue. Khaled tiene que volver a trabajar. Ahora su sueldo es el único que llegará a casa. Radmila no podrá trabajar por algún tiempo. Trabaja sin contrato, por lo que no recibirá ningún dinero. Habrá que apretarse el cinturón. Pero todo lo compensa Hamile. Sus pequeños deditos se aferran a las sábanas de la cama como si se aferrasen a la vida misma, a esa vida a la que han tenido que aferrarse sus padres, a esa vida que ahora es de esperanza gracias a ella.

Ayer también nacieron otras niñas. No todas son iguales, a pesar de haber nacido iguales. En este mundo en el que soñar es cada vez más difícil, Halime representa la ilusión por un mundo nuevo, la ilusión por la que luchan millones de personas. Otras niñas nacidas el mismo día representan, sin que ni siquiera lo sepan, lo horrible de este mundo: la Historia manchada de sangre, la opresión, el privilegio, la humillación, la injusticia que reina en el mundo. Leonor nació el mismo día que Halime. En su inocencia, la pequeña Leonor representa las miserias de un mundo que hay que transformar. La pequeña Halime es el futuro. Leonor, lo siento, pero tú eres el pasado.

Y esto no es demagogia. Esto es la realidad, es la vida, la pura vida, esta puta vida que nos ha tocado vivir, la vida que le ha tocado vivir a tantas personas, jodidas y rejodidas, porque son los nadies, mientras ellos y sus hijos son alguien, pero en el fondo no son nada, para nosotros no son nada más que el símbolo de lo que hay que cambiar en este mundo.

Todos nacemos de forma idéntica. En el acto de salir del cuerpo de nuestras madres todos somos iguales: ricos y pobres, blancos y negros, cristianos y musulmanes; pero a partir de ahí, nada es igual, y no a causa de ese devenir humano que hace que todos seamos distintos -¡qué aburrimiento si no!-, no es igual porque todavía sigue siendo muy diferente ser hijo de reyes que hijo de esclavos modernos, hijo de Europa que hijo de África, hijo del derroche que hijo del hambre. Nacemos iguales pero en el mismo acto de nacer ya nos dividen, ya nos clasifican, ya nos enfrentan, ya nos joden… porque, sobre todo, sigue naciendo mucho hijo de puta…

viernes, octubre 28, 2005

Amanecer de un mes de julio



Espigas de trigo brotan

de mi exangüe cráneo

y las raíces se hunden

donde antes hubo pensamientos,

sueños, sencillos

y sinceros sueños,

tal como la vida debiera serlo.

Atravesando las cuencas

vacías de mis ojos

reptan buscando el sustento,

rojo a fuego, un hálito de vida

entre oxidados hierros

que generaciones de herreros

forjando estuvieron.

Y un hongo en la garganta

impide que exhale, que de ella

escape, un sereno

último suspiro o agonizante

grito de dolor y terror

ante la incomprensión

de la inmensidad de aquello

que jamás entenderemos.


martes, octubre 25, 2005

La tarea del pensamiento


La preocupación por el descenso –tal vez deberíamos decir declive- de la lectura entre los jóvenes –y los no tan jóvenes- es un tema que se haya muy presente en los mass media y en despachos de los altos funcionarios de la educación. Son habituales tanto los artículos y reportajes por un lado, como los informes, estadísticas y “planes de fomento de la lectura” por el otro, en los que se trata este tema. No es sólo que prácticamente no se lea, es que nuestros escolares son incapaces de comprender lo que leen, no hablemos ya de la capacidad de realizar una lectura crítica.

En relación con este tema, hace unos días apareció un artículo de Juan José Millás en el que relataba como un amigo suyo le había pedido consejo, angustiado porque su hijo ¡prefería leer a Flaubert antes que salir a tomar cervezas con los amigos! Millás acepta la petición de su amigo para hablar con el chaval, pero, lejos de amonestarle por su rareza, se decide a ayudarle a leer a Virgilio de forma clandestina[1]. Se non è vero, è ben trovato. Relato verídico o ficción, lo cierto es que Millás pone el dedo en la llaga, aunque, temeroso quizás de ahondar demasiado en la herida, lo retira rápidamente, no fuese a llegar a conclusiones demasiado inquietantes.

Desgraciadamente, el problema de la falta de lectura no es un fenómeno aislable que pueda ser solucionado con reformas educativas o con “planes de fomento de la lectura”. Estamos ante un reflejo de la irracionalidad del mundo en el que vivimos, algo que los burócratas, pedagogos y demás técnicos y especialistas no pueden o no quieren entender. De lo que hablamos es de la totalidad de nuestra forma de vida y no de un aspecto u otro de las estrategias culturales y educativas; no se trata de ningún conflicto entre high culture y low culture, no es una cuestión de kitsch, ni de subculturas, ni de rebelión juvenil, ni de la inoperatividad –por otra parte evidente- del sistema educativo. Se trata de algo mucho más profundo, porque lo que está en juego es la Cultura, es nuestra relación con el mundo que vivimos, es nuestra capacidad para (re)presentarnos la realidad y, en última instancia, nuestra capacidad para poder ser libres.

Que vivimos en la cultura de la imagen es algo de sobra conocido. Pero entender qué significa esto ya es otra cuestión. Nuestra relación con el mundo se lleva a cabo fundamentalmente a través de imágenes: televisión, videojuegos, internet, cine, anuncios, etc. ¿Cómo no vamos a estar mediatizados por ellas?[2] La imagen está siempre presente en nuestras vidas y, para un número cada vez mayor de personas, toda la comprensión del mundo se realiza a través de esas imágenes. Este fenómeno no es en ningún modo neutral, puesto que la imagen implica pasividad, que es uno de los grandes males de nuestra época; no somos ni mejores ni peores que las generaciones que nos precedieron, simplemente se ha instalado entre nosotros y la realidad que vivimos una separación, un muro que es muy difícil saltar.

Esa pasividad supone un adormecimiento del pensamiento. La imagen nos presenta una realidad ya digerida, lista para consumir, por lo que el pensamiento –el lenguaje hablado o escrito- es sustituido por la imagen –la vista- como criterio básico de nuestra relación con la realidad[3]. Esto provoca un empobrecimiento de nuestra capacidad intelectual, ya que si no se ejercita el pensamiento, si no lo ponemos a trabajar, tampoco se desarrolla, languidece plácidamente en un estado de embotamiento intelectual en el que quedamos reducidos a zombies sumisos listos para ser programados por la pantalla. Donde domina la mercancía, la productividad es el único criterio válido y, por tanto, quien marca las pautas. El tiempo es oro y no podemos perderlo pensando por nosotros mismos, necesitamos acumular datos que nos puedan ser útiles y eso lo logramos por medio de la imagen, cuya inmediatez y falta de consciencia sólo conduce a la pauperización del pensamiento. Atrapados en una sociedad en la que lo cuantitativo prima sobre lo cualitativo y lo ilusorio –espectacular- sobre lo real, nos dejamos engañar por lo real aparente y aceptamos el principio de la inmediatez, la saturación de lo imaginario y la especialización de la experiencia y del conocimiento. Pero estamos jugando con fuego, nos resignamos a ser siempre esclavos. Estamos vendiendo nuestra capacidad como seres humanos para pensar y desarrollarnos por nosotros mismos a cambio de bagatelas, a cambio de más ocio, de más mercancías, de más consumismo embrutecedor, por tanto de menos libertad, de más mediación y de más separación de lo natural y lo social. Un mal negocio.

Lamentar que las nuevas generaciones no conozcan los grandes clásicos de la literatura universal, que prácticamente no lean o que no puedan realizar correctamente un ejercicio de comprensión lectora[4] es un gran ejercicio de cinismo o una demostración de profunda ignorancia. ¿Cómo se les puede exigir que piensen si desde niños han mamado de las ubres de la sociedad del consumo, si no han conocido otra cosa que el reino de lo banal, de lo efímero, de lo espectacular? Todo es imagen en nuestras vidas, velocidad medida en bytes, y en este mundo ya no ha lugar para la reflexión, para la lectura paciente y crítica. Todo se mide en volumen de datos, en cantidad y no en cualidad. Introducir la informática en las aulas, ésa es la gran apuesta de los especialistas, de los administradores de nuestra miseria, sumerjámonos más profundamente en la sima. ¿Para qué leer a Flaubert? Eso no interesa, a quien deben conocer las nuevas generaciones es a Bill Gates. Ése es el futuro que proponen. La literatura es una pérdida de tiempo, si acaso algún best-seller para pasar el tiempo en el andén de una estación camino del trabajo, algo ligero para pasar el rato entre el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio.

En el reino de la mediocridad postmoderna, el vacío cultural es un reflejo del hastío de nuestras vidas. Que se nos acuse de apocalípticos no es algo que nos deba preocupar, porque cuando lo que está en juego es la esencia del ser humano no valen términos medios. Recordemos el escenario que nos pintaba Bradbury en Fahrenheit 451. En esta distopía los bomberos se dedicaban a quemar libros. Los libros estaban prohibidos para proteger a la gente en su ignorancia consumista. Pero los libros no fueron prohibidos desde un principio, simplemente la gente dejó de interesarse por ellos, perdieron cualquier interés. ¿Para qué leer si tenían pantallas de televisión, drogas, deportes y toda clase de entretenimientos espectaculares? Leer significa pensar, pensar significa hacerse preguntas, hacerse preguntas significa no conocer todas las respuestas y no conocer todas las respuesta significa ser infeliz, pero esa infelicidad por no conocerlo todo es lo que nos hace ser humanos y, en el fondo, felices. El mundo de Fahrenheit 451 es el mundo de la (in)feliz ignorancia, de la estupidez encumbrada, del actuar no-actuando y del no-ser en el ser, por cuanto ese ser no puede serlo si se le enajena su capacidad para desarrollar un pensamiento autónomo. Es el engaño consumado: felicidad a base de drogas y falsas experiencias. ¿Cabe mayor estupidez? Pero es la realidad que vivimos: la vida falsificada. Nuestro mundo cada vez se parece más al que reflejó Bradbury, lo cual debería llevarnos a reflexionar.

Es posible que el realismo del siglo XIX no sea más que una respuesta a la enajenación de la realidad del mundo que provocaba el desarrollo capitalista[5]. De hecho, podemos estar de acuerdo con la afirmación de que la cultura es en sí misma una mediación, “una ruptura entre el todo y sus partes, que van siendo progresivamente dominadas.”[6] Siendo conscientes de esta realidad: que toda cultura es mediación; si hemos de elegir entre la mediación (aparentemente) no mediada –en la que todo es efímero y consumible y la Historia es una entelequia- de la postmodernidad, que no refleja sino el vacío más absoluto, y la mediación conscientemente mediada –que permite una mayor flexibilidad para subvertirla y superarla, por cuanto se haya siempre presente conscientemente- de la Modernidad, que recoge todo lo que antaño se llamaba cultura, no cabe duda que elegiremos ésta última. El arte y la cultura han sido superados, pero han sido superados por la NADA espectacular. Por tanto, en lugar de celebrarlo y ser partícipes de una inconsciencia suicida que sólo nos conduciría a la colaboración con la irracionalidad del sistema, debemos luchar por devolver al pensamiento al centro de la escena política. La recuperación del pensamiento como herramienta política debe ser una de las claves para superar la escisión vida-experiencia:

Llamamos pensamiento al nexo que constituye las formas de vida en un contexto inseparable, en forma-de-vida. No nos referimos con esto al ejercicio individual de un órgano o de una facultad psíquica, sino a una experiencia, un experimentum que tiene por objeto el carácter potencial de la vida y de la inteligencia humanas. pensar no significa sólo ser afectados por esta o aquella cosa, por este o aquel contenido de pensamiento en acto, sino ser a la vez afectados por la propia receptividad, hacer la experiencia, en cada pensamiento, de una pura potencia de pensar.[7]

La tarea del pensamiento es hoy más importante que nunca, por cuanto debe convertirse en potencia que dirija los esfuerzos unitarios para construir una alternativa sólida: “La intelectualidad, el pensamiento no son una forma de vida más junto a las otras en que se articulan la vida y la producción social, sino que son la potencia unitaria que constituye en forma-de-vida a las múltiples formas de vida.”[8] El desdén por lo intelectual y lo cultural presente en gran parte de la crítica social debe ser superado, puesto que, en el período de barbarie en el que estamos inmersos, esa actitud anti-intelectualista sólo contribuye a afirmar la sinrazón de la época, la barbarie de la vacuidad de nuestras vidas y experiencias. Por tanto, frente a la (i)rrealidad espectacular, frente a la cultura de la imagen, de la televisión, de los videojuegos, de la publicidad omnipresente, se impone recuperar la razón, volver a la lectura, al pensamiento paciente y sereno, pero a la vez crítico y contundente. Las armas de la crítica son -no lo olvidemos- las armas del pensamiento, pues sólo en base al pensamiento se podrá construir una acción emancipadora. Leer para luchar y luchar para recuperar nuestra vida.



NOTAS:

[1] Juan José Millás: “Clandestinos”, El País, 14 de octubre de 2005

[2] Guy Debord: La sociedad del espectáculo, http://sindominio.net/ash/espect.htm, § 4

[3] Theodor W. Adorno: Minima moralia: Reflexiones desde la vida dañada, Akal, Madrid, 2004, § 92, pp.146-7

[4] Véase un ejemplo muy ilustrativo de esta ceguera intelectual: Soledad gallego-Díaz: “¿En qué año murió Julio Verne?”, El País, 14 de octubre de 2005

[5] Theodor W. Adorno: “Lectura de Balzac”, Notas sobre la literatura, Akal, Madrid, 2003, p.145 y ss.

[6] John Zerzan: “Diccionario del nihilista”, Futuro primitivo y otros ensayos, Numa, Valencia, 2001, p. 122.

[7] Giorgio Agamben: “Forma-de-vida”, Medios sin fin. notas sobre la política, Pre-Textos, Valencia, 2001, p. 18.

[8] Ibídem, p. 20.

miércoles, octubre 19, 2005

Gracias y hasta siempre, Eduardo...



Son muchos años ya, Eduardo. Muchos años desde que te descubrí. Desde entonces te leía, día si, día no. Son muchos años comenzando a leer el periódico por la penúltima página, ésa a la que te tenían relegado, como una molestia, como un reducto de un pasado que se trataba de olvidar. Son tantos años para mí y tan pocos para ti que viviste el corto siglo XX en toda su intensidad y crueldad. Tu vida es la Historia del siglo XX. La Historia de las esperanzas e ilusiones, de los miedos, de las guerras, de las traiciones, de los exilios –exteriores o interiores-, de los odios, del puro sobrevivir... Yo pertenezco generacionalmente al siglo XXI, pero en ti encontraba aquello que me unía a un pasado que tratan de enajenarnos.

Contigo crecí en mis ideas, desde esa primera intuición infantil que nos hace preguntarnos un día por las injusticias que recorren el mundo hasta mis primeras lecturas de Kropotkin, de Marx, de la historia de nuestra guerra civil, de la revolución… de todo aquello que silencian los que quieren que no seamos mas que súbditos (antes) o ciudadanos (ahora), sumisos e ignorantes, en todo caso.

Desde entonces, mi visión de la izquierda ha variado mucho, mis conceptos son muy distintos a los que tenía –o más bien intuía- cuando empecé a leer tu columna, con trece o catorce años. El impulso juvenil de rebelarse y el simplismo del análisis han dado paso a una maduración política en la que a menudo prima más el análisis de los errores y la autocrítica de una izquierda que se dejó vencer, aunque jamás he dejado de tener esperanza en el ser humano y de entrever un horizonte de liberación.

Con el tiempo me fui alejando de ti y de la visión ortodoxa de la izquierda, pero, a pesar de todo, siempre leí tu columna y siempre conservé una conciencia de aquello que nos unía, de ese sustrato común que manteníamos, el de unos valores –libertad, igualdad y fraternidad- que hoy no son mas que un recuerdo lejano, cuando no una cruel burla.

Hoy nos hemos levantado un poco más huérfanos. Sin duda, los buitres carroñeros del capitalismo son mucho más felices hoy, porque hay una conciencia crítica menos, un viejo maestro de la izquierda que se va y con él un pedazo más de esa Historia que tratan de borrar. Cualquier espíritu crítico, cualquier pariente, cercano o lejano, de lo que se llamaba izquierda no puede evitar sentir un vacío inmenso. Gracias Eduardo y hasta siempre…

martes, octubre 11, 2005

Sobre ejércitos (humanitarios) y engranajes de la maquinaria

Un ruido atronador surge entre las grises nubes que cubren el cielo madrileño. Los helicópteros militares atraviesan la ciudad. Durante los últimos días ha sido habitual ver sobrevolar sobre nuestras cabezas esos gigantescos pájaros de fuego. Pero, debemos estar tranquilos, no hay nada de que preocuparse. No hay ninguna guerra -aparente-. No es una escena de Apocalypse Now, esto recuerda más bien a 1984.

Hoy, las guerras tienen lugar muy lejos y –más frecuentemente- ni siquiera tienen lugar, a pesar de que haya ejércitos (humanitarios) y víctimas (colaterales). No son guerras: son intervenciones humanitarias, son operaciones de control de fronteras. Cirujía democrática. La guerra ha sido abolida por la justicia infinita y la libertad duradera. La guerra como (no)guerra, el equivalente al “LA GUERRA ES LA PAZ” que podía leerse en la fachada del Ministerio de la Verdad de la novela de Orwell. Pero, la distopía de Orwell se quedó corta, a pesar de que nos digan lo contrario. No vivimos en el sombrío y gris totalitarismo que dibujó Orwell, es cierto. Pero ese es precisamente el error de Orwell, no se dio cuenta que el nazismo y el estalinismo eran vías muertas, el triunfo del totalitarismo no vendría de su mano, sino de aquello que se pensaba era su contrario. El totalitarismo de nuestra época se fundamenta en el pluralismo, en la tolerancia, en la democracia. El totalitarismo pormoderno es festivo y pluricultural: tiene un rostro humano.

Los valores democráticos son los que presidirán hoy, 12 de octubre -día de la Hispanidad (lenguaje totalitario posmoderno), antaño día de la Raza (lenguaje totalitario arcaico)-, el desfile militar al que acudirán miles de ciudadanos, miles de demócratas. Todo un alarde de democracia y de civismo. Se rendirá homenaje a nuestros militares, que participan en misiones humanitarias y que defienden nuestras fronteras, siempre dentro de los límites del Estado de derecho, por supuesto. La democracia en estado puro. Se podrán leer artículos contrarios al desfile –como el de este humilde servidor- y se celebrará alguna manifestación en contra del mismo. Todo dentro de la normalidad. Somos parte del Espéctaculo. Sin los críticos, el nuevo totalitarismo estaría cojo. Nos necesita para justificar su carácter demócrata y tolerante. Somos un juguete en sus manos. ¿Qué sería de una democracia moderna sin sus críticos, sin sus militantes antiglobalización, incluso sin sus black blocks? Es muy triste, pero nuestra oposición es tan estéril que ha llegado a serle útil al sistema.

Y mientras, su ejército (humanitario) defiende nuestras fronteras. ¿Qué significa esto en la época del capitalismo transnacional? No se trata, como pudiera pensarse a primera vista, de una cuestión de ricos y pobres, de norte y de sur. Es una cuestión científico-técnica, como todo en nuestras vidas. Los seres humanos fueron reducidos a objetos hace ya mucho tiempo y como tales objetos son clasificados, ordenados y sometidos a las medidas administrativas que demanda el sistema, esto es, la Megamáquina en que se fue convirtiendo. Y a la Megamáquina no le importa lo que le ocurra a un engranaje cualquiera de su maquinaria, sólo le importa que el funcionamiento general de ésta sea el correcto y, desgraciadamente, así es. El desastre humanitario que vemos cada día por televisión es el desastre de la Humanidad entera. Es la derrota de la Humanidad. Günther Anders ya habló de ello hace muchos años y desde entonces la máquina no ha hecho sino crecer y hacerse más grande y totalitaria, pero a la vez más silenciosa y discreta.

Apelar a valores humanitarios o democráticos para oponerse al sistema es desconocer profundamente la realidad, es retrotaerse a un tiempo pasado –o soñado más bien-. Sería como pedir que el sistema se hiciese el hara-kiri con el mismo puñal que utiliza para mantenernos a raya. Es hora de dejar de seguirle el juego. Es hora de responder o callar. Las tácticas tradicionales no sirven de nada, sólo nos atan más. No cabe más respuesta que una inspirada en los ludditas. Si el sistema es una máquina, destruyamos la máquina. Saboteemos el sistema, agudicemos sus contradicciones, no colaboremos –ni directa ni indirectamente- con él, interrumpamos la economía, no respondamos a sus valores, dejemos de ser engranajes de la maquinaria. Esa es la única forma de no ser cómplices. Es la única forma de salvar a aquellos que llaman al timbre de nuestra puerta y es la única forma de salvarnos a nosotros mismos.

viernes, octubre 07, 2005

Estereotipación y artificialización en la estética humana. El vello como rasgo de Humanidad.

Lociones y navajas para los petimetres… para mí pecas y barba hirsuta.

Walt Whitman[1]

En esta época en la que todo, incluido el ser humano, ha quedado reducido a mercancía producida en serie, la cuestión de la estética humana no es tan banal como a priori pudiera parecerlo, sino que se torna en reflejo de la pérdida de identidad de nuestra esencia humana. Nos hemos convertido en maniquíes, en objetos expositores de otros objetos. Y esto es incluso más evidente en aquellos que creen huir de la moda y de los canones estéticos ortodoxos y que ven en su imagen aparentemente contestataria un modo de oposición a lo normativo. Pero esta huída estética de lo normativo es doblemente falsa. En primer lugar, porque hoy todo está normativizado, aún lo supuestamente contestatario, que es adaptado al sistema para que pueda ser acogido en su seno sin causar problemas, más allá del escándalo de alguna anciana. Y en segundo lugar, porque a menudo la búsqueda de la individualidad en lo estético, algo que a pesar de todo es secundario, no esconde mas que la integración –probablemente inconsciente, como casi todo lo que nos ocurre hoy- en el sistema al que pretende enfrentarse, diluyéndose la posible oposición en cómoda rebeldía[2]. Lo importante no es la imagen que podamos mostrar cara al exterior, sin que tampoco haya que restar importancia a ésta, sino las razones últimas de nuestro modo de vida, lo cual se puede reflejar externamente o no. Pero en la Sociedad Espectacular en la que vivimos, la imagen lo es todo y, a menudo, no podemos evitar caer en su trampa.

Si ya de por sí es díficil sobreponerse a la realidad que nos rodea, mucho más difícil es hacerlo en cuanto a lo que nuestro aspecto externo se refiere, aunque pueda parecer todo lo contrario. Ser capaces de controlar algo tan nimio como es nuestro aspecto físico y sustraerlo de las relaciones mercantiles y de las influencias externas de una sociedad que todo lo convierte en mercancía es sumamente complicado, por no decir casi imposible. Esto se debe a dos rasgos básicos de la Sociedad Industrial que tienen su reflejo en nuestra estética, en nuestra forma de vestir y de cuidar nuestro aspecto físico. Estos factores son la estereotipación y la artificialización de la vida.

La estereotipación estética vendría dada por la reducción estética a unos cuantos tipos básicos estandarizados. Estos tipos ofrecen una amplísima variedad –tanta como tribus urbanas puedan existir o se puedan inventar desde los despachos de las multinacionales- pero por ello mismo son reduccionistas, por cuanto vienen predeterminados. Estos tipos lo engloban todo, incluso aquello que aparenta salirse de lo normal. La estética punk, por poner un ejemplo extremo de estética aparentemente antisistema, no se sale realmente de los cauces marcados por la sociedad del consumo compulsivo en la que nos hayamos: da igual lo que compres, pero compra. Al sistema no le preocupa que tu camiseta lleve un eslogan anti-sistema, porque, a su pesar, está dentro de los cauces del mismo y lo que está dentro del sistema no puede suponer un peligro para él. Lo alternativo se convierte en moda, siendo así fagocitado por el sistema que dice combatir, que lo reduce a una imagen de su propia miseria e incapacidad para luchar contra la dictadura de la mercancía.

La artificialización tiene su característica estética más evidente en la huída de todo aquello que nos recuerde lo que somos -¡pese a todo aún seres humanos!- y el gusto por lo que de falso hay en nuestras vidas, buscando desesperadamente la asimilación con la época. Asimilación producida por la adopción de todos aquellos requisitos que se nos exigen para estar siempre a la última, el no quedarse atrás y gozar de los desenfrenos de una sociedad que necesita vendernos que ocurre algo nuevo a cada instante y que todo lo que ocurre, por supuesto, nos beneficia; pero lo cierto es que lo único que ocurre es que cada vez perdemos un poco más nuestra identidad y como seres humanos. Hay una necesidad de añadir extras a nuestro cuerpo, de exhibirnos como si fuésemos un muestrario de la abundancia de productos de que podemos disfrutar. Gafas de sol, cuanto más llamativas mejor; teléfonos móviles colgando del cuello a modo de cencerro para que nos recuerden lo que somos: un rebaño que debe seguir la senda marcada; zapatillas deportivas de última generación; los cascos en los oídos para escuchar la última novedad que, curiosamente, es igual a la de la semana pasada y ésta igual a la de la anterior… Debemos estar siempre a la última y no quedarnos rezagados; el sistema exige que no perdamos comba del ritmo que nos marca.

Con respecto a lo que llamo “huída de lo humano” quiero llamar la atención sobre un aspecto al que no se da importancia y que, a primera vista, parece carecer de ella, pero que creo que define bien la esencia del sistema en el que vivimos. Hablo del aborrecimiento que muestra nuestra época hacia el vello. Nunca ha habido un período histórico tan preocupado estéticamente por eliminar el pelo del cuerpo humano[3]. Esta fobia al vello se puede tomar como un símbolo de una de las características más importantes –y desastrosas- de nuestra época, el desprecio a la Historia. La presencia de pelo en nuestro cuerpo nos recuerda nuestro origen animal, es un recuerdo de nuestro devenir histórico que nos llevo desde nuestra primitiva condición de animales hasta la de seres racionales. Querer eliminar el vello de nuestro cuerpo es negar que formamos parte de la naturaleza, como el resto de seres que habitan la Tierra y es negar la Historia de la Humanidad, que se ha construído a lo largo de millones de años, pero que nunca como hasta ahora se sintió tan distante de su Historia social y natural como hasta ahora. El ser humano actual niega la Historia, se cree fuera de ella y piensa que todo ha sido siempre igual[4], no puede concebir que la Humanidad se ha desarrollado a lo largo de un proceso histórico que nos ha llevado a lo largo de los siglos hasta la actualidad. Negar la Historia o, peor aún, su aparente contrario, creer que somos la culminación de la misma. Esa es la otra cara de la moneda, pensar que la Historia tiene un fin y que ese fin somos nosotros. Pero esta visión está igualmente fuera de la Historia. Pensar que la Historia tiene un fin supone negarla, por cuanto si todo está determinado no hay devenir posible. Despreciar el vello en el cuerpo humano es despreciarnos a nosotros mismos, por cuanto es una parte de lo que somos, es lo que nos recuerda nuestro origen animal, precisamente lo que más molesta a los que piensan que somos la culminación de la Historia y a los que creen todo ha sido siempre igual, puesto que les obliga a enfrentarse de cara a la Historia.

Antaño la barba era un símbolo de sabiduría, era la imagen del respeto hacia los mayores, era el recordatorio de que el paso de los años permitía la acumulación de experiencia y que, gracias a esa experiencia, el ser humano tenía algo a lo que aferrarse, algo que le sujetaba a su propia Historia. Pero hoy, cuando no cabe mayor desprecio por la vejez, cuando las personas maduras huyen de su propia madurez e imitan a los jóvenes para que no se les pueda acusar de estar pasados de moda[5], cuando nadie quiere envejecer, cuando todos quieren ser eternamente jóvenes... ¿qué sentido le puede quedar? Cortemos las barbas de Sócrates, condenemos al ostracismo a todos los filósofos barbudos, puesto que ya nada podemos aprovechar de ellos, ningún aprendizaje queda por sacar de sus canas y de sus luengas barbas. Lo importante hoy día es parecer juvenil y despreocupado tal y como mandan los tiempos, no mirar al pasado ni preocuparse del futuro[6], vivir en un eterno presente en el que nada importa más allá de lo que pase delante de nuestras narices.

En este “mundo feliz” en el que vivimos no ha lugar para seres humanos tal y como se han entendido estas palabras a lo largo de la Historia. Una nueva Humanidad se está forjando, pero debemos recordar que no todo lo nuevo es mejor que lo pasado, auqnue así nos quieran hacer creer y ese nuevo ser humano recuerda demasiado al que nos han pintado las diferentes distopías, especialmente a los de la película La fuga de Logan, que reflejaba un mundo que había olvidado su Historia, que vivía recluido en sí mismo y que deshechaba a los individuos “viejos” -y los viejos en ese mundo no pasan de los treinta años- como inservibles. En nuestras manos está evitar que lleguemos a esos extremos, estamos a tiempo de volver la vista atrás y al contemplar en nuestro pasado el horror del presente ponerle solución antes de que sea demasiado tarde.

Retomando la cuestión, hoy todo el mundo quiere deshacerse del vello, de ese rasgo arcaizante del ser humano, pero que en el fondo nos define como lo que somos: humanos, unos guapos, otros feos, con más pelo con menos pelo, blancos, negros, rubios, morenos… seres humanos, imperfectos, por tanto, pero hermosos en esa imperfección, no somos máquinas producidas en serie. Por eso es triste que sea cada vez más frecuente encontrar personas que se depilan completa y definitivamente para no tener un sólo pelo, ni en la cabeza, ni en la cara, ni en el resto del cuerpo y mucho menos en los lugares más íntimos y más hermosos del cuerpo humano[7]. Y los apologistas del fin de la Humanidad, los defensores del progreso a ultranza, aunque ese progreso acabe con lo que entendemos por ser humano, lo celebran encantados. Se elimina así un rasgo más de humanidad; una molestia menos, ya no hará falta afeitarse; un elemento diferenciador menos, ya podremos ser todos iguales, imberbes. Todos rapados, sin vello y con músculos artificiales formados a ritmo de gimnasio. Y, dentro de poco, la biotecnología nos permitirá elegir: ya no habrá feos, todos seremos sanos, guapos, iguales, perfectos. ¿Qué vendrá después, el código de barras tatuado en la frente que asegure que cumplimos todos los requistos de calidad? Espero que no lleguemos a eso, porque habremos dejado de ser humanos y, aunque todo esto suene a ciencia ficción, a discurso apocalíptico, lo ciero es que cada día se avanza un paso en la pérdida de identidad del ser humano, en su alejamiento de lo que nos hace humanos y en la artificialización de la vida. Espero que sepamos pararlo a tiempo... si no, a mí que me dejen con mi hermosa y humana fealdad, con mi barba, mis pelos y mi cuerpo, yo quiero seguir siendo humano, no quiero ser un bonito maniquí artificial.



NOTAS:

[1] Walt Whitman: “Canto a mí mismo”, Hojas de hierba, Espasa, Madrid, 1999, p. 143

[2] Un buen ejemplo se encuentra en el mundo hippie, que acabó convirtiéndose en pura imagen y representación, en una parte más del Espectáculo. La contra-cultura hippie se convirtió en un fenómeno de la cultura que pretendía superar, Ken Knabb: “Sobre la miseria de la vida hippie”, Secretos a voces, Literatura gris, Madrid, 2001, pp. 5-17.

[3] Es cierto que en otras épocas también ha existido un cierto desprecio por el vello, especialmente por el de la cara, pero nunca tan exacerbado. Además, es curioso que ese desprecio se haya dado fundamentalmente en períodos en los que se abre paso un régimen tiránico y se produce una pérdida de identidad y decadencia de los antiguos valores, como fue el tránsito de la República romana al Imperio.

[4] Ese desprecio moderno por la Historia, ya lo definió hace ¡75 años! José Ortega y Gasset y desde entonces no ha hecho sino acrecentarse: La rebelión de las masas, Espasa-Calpe, Madrid, 1972, pp. 54-5

[5] Vivimos en una sociedad de adolescentes, en la que lo único que cuenta es no quedar desfasado, Jaime Semprún: El abismo se repuebla, Precipité, Madrid, 2002, pp. 21 y ss.

[6] Ibídem. pp.78 y ss.

[7] El vello nos recuerda también el sexo, lo hermosamente salvaje de la sexualidad humana, lo que llevó a Arthur Schopenhauer a pedir la prohición de la barba: “La barba debía estar prohibida gubernativamente, por ser media máscara. Además, es obscena, como signo del sexo en medio de la cara; por eso le gusta a las mujeres”, en: “Metafísica de lo bello y estética”, La lectura, los libros y otros ensayos, Edaf, Madrid, 1996, p. 88, nota 7.

domingo, octubre 02, 2005

Progreso


A W. B.



El sueño de la razón produce monstruos;

terribles monstruos que surgen

de las profundidades del bosque

que fue nuestro íntimo refugio.

Atormentadores endriagos

de mil rostros y cien mil manos

que nos escupen a la cara

la verdad atroz de la Historia,

sin luz ni guía, no ha lucero,

estamos sólos en el ahora y nunca.

Las callosas cobrizas alas

baten con violencia al viento,

levantando una orquestal polvareda

que se transforma en tempestad

y amenaza con borrar

cualquier lejano recuerdo

de lo que un día fuimos

cualquier asomo de asombro

al discernir un futuro.

Entre las olas del plúmbeo océano

de nuestra consciencia

asoman las pútridas fauces del Leviatán,

juez inmisericorde, que nos arrojó

con desprecio, entre risotadas,

a nuestra humana conditio.

Ciegos fueron los que aceptaron,

cruel regalo, presente envenenado

que, paradoja de los siglos,

a la Humanidad condena .

Sólo al calor de los pechos

de la sincera locura –mater amantissima-

podremos contemplar el rostro bifronte

de un dios, anciano como el mundo

y neonato al mismo tiempo.

Dios primigenio cuya luz cegadora

puede guiar hasta los fértiles valles

más allá de la cabaña

que habitan los gemelos

o, por el contrario, conducirnos

hasta el más profundo abismo

que imaginar se pueda

y del que ni un nuevo –por primordial-

Hombre podría soñar alzarnos.

Todo fluye a nuestros pies

mientras buscamos el sendero,

aquel del sabio chino,

que nos libera y condena, tiempo

al tiempo. Caminamos seguros,

o al menos eso creemos,

guiados por un niño

de hermosos rizos y ojos vivos,

pequeños y negros, como nuestras vidas,

como nuestros sueños y miedos.