Fútbol y alienación
(o como la pelota gira y la vida se escapa)
“La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí. En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable.”
Eduardo Galeano: El fútbol a sol y sombra.
“Todo lo que era vivido directamente se aparta en una representación.”
Guy Debord: La sociedad del espectáculo.
Todos nos ponemos nostálgicos de cuando en cuando. Recordamos tiempos pasados, mejores o peores tanto da, con una sonrisa bobalicona en la cara, disfrutando del maravilloso placer de volver la vista atrás, de rememorar lo que fue nuestra vida pasando las fotos de un viejo álbum familiar. Hoy me he levantado nostálgico. Puede que sea la llegada del verano, que aún sigo asociando a recuerdos infantiles: vacaciones escolares, piscina pública masificada, largas horas corriendo por las calles, bocatas de nocilla, globos de agua... Tal vez sea que al mirarme esta mañana al espejo me han pesado los años y los efectos de una temprana alopecia y he decidido escapar mentalmente durante unos instantes a la feliz inconsciencia de la infancia.
Decía que hoy me he levantado nostálgico, algo que le puede pasar a cualquiera, no es nada de lo que haya avergonzarse. Lo malo es cuando te sientes impelido a contarle al resto de la humanidad tus recuerdos y las impresiones que sacas de ellos. «¡Cómo si a la gente le interesasen lo más mínimo tus aburridos recuerdos y las aún más aburridas y paranoicas teorías que sacas de ellos!» Pido perdón por anticipado y entiendo que cualquier persona con un mínimo de rigor intelectual deje de leer esto al instante.
Para aquellos que a pesar de la advertencia sigan interesados en leer este texto, les diré que voy a hablar de fútbol. «¿Fútbol? ¿En las vísperas del comienzo del mundial? ¡Cómo si no tuviésemos ya bastante con la avalancha publicitaria y mediática, viene este idiota a hablarnos también de fútbol!» Nueva desbandada de lectores. A este paso me voy a quedar solo. Continúo. Voy a hablar de fútbol y de recuerdos de mi infancia y lo haré como una excusa para llevar a cabo una crítica del “mejor de los mundos posibles” en el que dicen que vivimos y que algunos pensamos que no es más que una gran mentira construida para ocultar el progresivo empobrecimiento de nuestras experiencias, la alienación a que están sometidas nuestras vidas. «¡Esto ya es demasiado! ¿Fútbol, alienación, teoría crítica? ¡Otro pseudointelectual que no tiene nada mejor que hacer que escribir tonterías y darnos lecciones!» Vaya. Creo que definitivamente me quedé solo. ¿O no? Por allí parece que se acerca alguien. Bueno, entonces continuaré.
En fin, prosigamos. El fútbol ocupa en los recuerdos de mi infancia ―y en los de un 90 % de la población, al menos la masculina― un lugar preferente. Es así incluso en el caso de aquellos que con el paso de los años nos hemos convertido en críticos radicales de este putrefacto sistema del que el fútbol profesional es fiel reflejo, transformándonos en furibundos antifutboleros que no pueden dejar de refunfuñar entre dientes cada vez que ven la imagen de la estrella futbolística de turno en la parada del autobús, anunciando el último modelo de prenda deportiva, coche, perfume o lo que toque.
El fútbol ocupa un lugar, más o menos importante, en mi vida, sin embargo, los recuerdos de mi infancia asociados al fútbol no son la alineación del Real Madrid de la “quinta del Buitre”, ni ningún gol estratosférico de los que marcó Maradona, ni el vibrante partido final de cualquier liga o copa. Nada que ver con eso. Tengo una memoria selectiva, afortunadamente. Mis recuerdos tienen que ver con algo muy distinto. Me viene uno de esos flashback: Una marabunta de mocosos corriendo tras un balón viejo y gastado, tan viejo y gastado que, de cuando en cuando, saltan trozos de cuero. Corren al asalto, empujándose, gritando como locos, dando patadas, unas veces al aire, otras al rival, y las menos al balón. Un correcalles, nunca mejor dicho porque se juega mayoritariamente en la calle o en el patio del colegio o en una plaza, raras veces en un campo de fútbol de verdad. Un caos en el que, de vez en cuando, aparece algún mágico destello de imaginación y picardía: Picar el balón contra pared para hacerse un autopase; amagar un pepinazo y cuando el portero, miedoso se tapa la cara ―o directamente huye― alojar la pelota mansamente entre las dos mochilas que forman la portería; ayudarse discretamente de la mano en el tumulto formado en algún saque de falta... Imágenes como éstas son las que se me vienen a la cabeza.
Paseo ahora por mi barrio, por esas calles en las que solía jugar, y las veo desiertas. No hay niños en las calles. No es algo que se pueda achacar a las bajas tasas de natalidad. Sigue habiendo niños, los escucho alborotar cuando salen del colegio, pero cuando bajo desde mi casa y abro la puerta del portal no escucho los balonazos contra el cristal, ni a ningún vecino quejándose del ruido, ni al jardinero gritando porque han destrozado un rosal. Han desaparecido de las calles, simplemente.
Que no estén en las calles no significa que no tengan entretenimientos. Los tienen en abundancia, pero sólo son eso, entretenimientos para mantenerles inactivamente activos. Los videojuegos y la televisión le han ido comiendo cada vez más terreno al juego en la calle, a esa forma de diversión para la que no necesitas nada, o casi nada, más que la imaginación, las ganas de divertirte y un espíritu gamberro, o sea, ser un niño. Exagero, lo sé. Todavía se ven de vez en cuando niños corriendo por las calles, pero cada vez es menos frecuente. En esta generación menos que en la mía y en aquélla menos que en la de nuestros padres...
Es horrible que un niño pase más horas delante de una pantalla que destrozándose los zapatos corriendo por las calles. Supone robarles una parte de su infancia, privarles de la fascinación de descubrir el mundo que les rodea. Pero también les prepara para este mundo, porque no es más que el anticipo de lo que será su vida adulta en esta “maravillosa” sociedad de consumo: pasar todo el día delante de una pantalla para llegar a casa y pasarse el resto del mismo delante de otra. En la calle no hay nada que hacer, sólo sirve para ir de un sitio a otro. Es un lugar de tránsito del lugar de trabajo al de ocio, que lo aprendan desde niños, que no se engañen pensando que la ciudad les pertenece. Donde todo se puede comprar y vender nada es gratis, la calle incluida.
Los niños ya no juegan. Pero estaría mintiendo si dijese que no realizan otra actividad física aparte de darle al mando de la videoconsola. También hacen deporte. No juegan, hacen deporte. La precisión semántica es importante. Fútbol, baloncesto, natación, tenis,... una amplísima gama de deportes entre los que elegir, en modernas instalaciones deportivas en las que podrán imitar a sus ídolos, llevando sus mismas botas, sus camisetas, usando su misma raqueta, pateando su mismo balón... El espectáculo es así, todo debe ser tal cual dictan las estrategias publicitarias ¡y ay de aquél que no lleve la última moda en equipación!
El deporte les enseña a los niños lo que es la competición, la disciplina, el esfuerzo y, sobre todo, les hace ser conscientes de que los sueños se desvanecen. El placer de jugar por jugar no existe ya ni en las categorías infantiles. Los niños deben aprender el espíritu que domina el mundo: el de ser más que los demás y cuando no se puede, ser lo suficientemente listo para hacer trampas sin que nadie se entere. El objetivo es llenar la estantería de medallas y trofeos. Lo lúdico es eliminado, es una debilidad, una tara que hay que extirpar de sus pequeñas cabecitas. El placer está en la victoria, no en el propio juego. Así, conforme crezcan, irán interiorizado la ideología de nuestra época: ganar más dinero, acumular cosas inútiles, gozar de “prestigio”, tener es poder y poder es tener. Aprenderán que lo que importa es comprarse el último modelo de coche, donde ir da igual; a tener un trabajo, aunque no éste no tenga sentido y no les aporte nada. Lo importante no es lo que se hace, sino el hecho de hacer algo. La vida queda reducida a un mero dejarse llevar, a poseer y ser poseído.
Ya adultos, se conformarán con ver a los profesionales en el campo o por televisión, desahogando sus frustraciones, gane o pierda su equipo, eso da igual. Hay que identificarse con un campeón ―de fútbol, tenis o automovilismo― para ocultarnos a nosotros mismos las derrotas del día a día, las frustraciones, el aburrimiento, la soledad. Sobre las causas reales de estas frustraciones, sobre las miserias de nuestra vida diaria, sobre las derrotas cotidianas que nos inflinge este sistema capitalista, nos han enseñado que nada puede cambiarlas y que sólo queda resignarse, sacrificarse y agachar la cabeza, pues todos formamos parte del mismo equipo. Eso sí, tenemos gran cantidad de entretenimientos y drogas que nos hacen olvidarlas por un tiempo.
«¡Vaya demagogo! ¡Menuda sarta de tonterías y pajas mentales!». ¿Eso crees? Sin embargo, te queda una duda, parece que no puedes quitarte de la cabeza una pregunta: «¿qué ha sido de mi vida?» Tranquilo, no te atormentes, no tendrás que pensar por demasiado tiempo, empieza un nuevo Mundial, relájate y tómate una cervecita viendo a la selección. La vida es bella, ¡que la disfrutes!